«No habrá más penas ni olvido»

El ser humano lo va olvidando todo. Quizás no de golpe, no con violencia, sino con la parsimonia de los siglos, con la inercia de la prisa, con la indiferencia de quienes no tuvieron que recordar para sobrevivir. A los abuelos los recordamos un tiempo, a los bisabuelos apenas, y después se convierten en nombres perdidos en papeles amarillentos, en voces que nadie imita, en historias sin eco. Son el polvo que queda en una foto que nadie se toma el tiempo de limpiar.

Hoy, en tiempos rápidos y de inteligencia artificial, el olvido se ha convertido en un virus implacable.

Ya nadie recuerda a quienes hicieron enormes aportes a la humanidad. Alexander Fleming, por ejemplo, el hombre que descubrió la penicilina, el que evitó millones de muertes, el que, sin proponérselo, extendió la vida de generaciones enteras. Pero ¿quién se acuerda de él?

Lo mismo pasa con Louis Pasteur, el hombre que nos protegió de la rabia y nos enseñó sobre la pasteurización. ¿Quién lo nombra, quién le agradece? Y así podríamos hablar de Marie Curie, que nos legó el conocimiento del radio y el polonio, o de Rosalind Franklin, que, sin reconocimiento suficiente, fue pieza clave en el descubrimiento del ADN.

También está Nikola Tesla, cuyo genio iluminó al mundo con la corriente alterna, y Ada Lovelace, la pionera de la programación en tiempos donde una mujer apenas podía asomarse a la ciencia. Son nombres que deberían estar escritos en la memoria colectiva, pero que cada vez se desdibujan más, sustituidos por lo efímero, por lo que apenas dura un suspiro en la pantalla del teléfono.

En la música, el olvido también tiene sus fauces. Las óperas, los grandes clásicos, viven en los oídos de unos pocos. Mozart, Beethoven, Chopin, Bach, Vivaldi: nombres que alguna vez fueron absolutos, hoy son una curiosidad en una playlist.

Y si miramos la literatura, ¿qué queda de Cervantes, de Dostoievski, de Borges? Si preguntamos por Sor Juana Inés de la Cruz o por Virginia Woolf, muchos se encogerán de hombros. Y en la pintura, ¿quién se toma un minuto para pensar en Velázquez, en Caravaggio, en Artemisia Gentileschi?

Estamos atrapados por la inmediatez de la nada.

Y la nada es veloz, arrolladora, ubicua. Nos rodea con pantallas que parpadean sin pausa, nos envuelve en un torbellino de opiniones fugaces, nos satura con verdades prefabricadas que duran lo que dura un clic. Los influencers son los nuevos oráculos, pero oráculos sin cueva, sin misterio, sin ese temblor sagrado de la duda. Dicen, predican, señalan, pero no escuchan. Y las redes sociales han reemplazado la reflexión con una prisa ansiosa, con un ruido constante que no deja lugar para el silencio. Se dice mucho, se dice rápido, se dice sin contenido. Todo se vuelve una gran nube de palabras sin raíces, sin peso, sin legado. Se opina sin mirar a los ojos, se condena sin pruebas, se olvida sin duelo.

Pero hay un hombre que persiste.

Un nombre que lleva más de dos mil años desafiando el olvido: Jesucristo. Hijo de Dios para algunos, gran maestro para otros, pero siempre un hito, una piedra en el río de la historia. Nos enseñó el amor sin condiciones, el perdón sin rencores, la humildad sin disfraces. Nos habló del buen samaritano, que vio al caído y no miró para otro lado; del hijo pródigo, que regresó y fue abrazado sin reproches; del pan compartido, que nunca fue limosna, sino encuentro.

Y aunque el mundo corra más rápido que nunca, aunque el ruido sea ensordecedor, su mensaje sigue allí, intacto, esperando a ser escuchado. Tal vez porque en su voz hay algo que no se desgasta, algo que resiste la erosión del tiempo y la indiferencia del siglo. Porque hay cosas que no se miden en trending topics ni en métricas de engagement. Porque hay nombres, hechos y palabras que se aferran a la memoria colectiva como un tango viejo a la madrugada.

Quizás, entre tanto olvido, hay cosas que nunca desaparecen.

Que, a pesar del bullicio, hay esencias que laten bajo la piel del tiempo. Y tal vez, solo tal vez, si levantamos la cabeza de la pantalla y miramos hacia atrás, podamos empezar a recordar. Hay que recordar que alguna vez fuimos más que esta urgencia hueca, más que esta prisa sin rumbo. Quiero recordar que hubo un tiempo en que el amor no era un emoji, en que la fe no era una consigna vacía, en que la memoria no era un archivo que se borra. Y entonces, como en un bandoneón que resiste el paso de los años, como en la voz de un cantor que no se rinde al olvido, descubramos que, en medio de tanta amnesia programada, hay un eco que insiste, un estribillo de un tango que perdura:

«No habrá más penas ni olvido».

Y así, entre tanto desvelo, entre tanto ir y venir de sombras apuradas, quizás nos demos cuenta de que no todo está perdido. Que aún nos queda la ternura a contraluz, la caricia que desmiente el invierno, la certeza de que, aunque el mundo parezca desvanecerse en pantallas y urgencias, hay abrazos que siguen siendo refugio.

Y que mientras haya alguien que recuerde, mientras haya alguien que ame, siempre habrá un pedacito de eternidad resistiendo al olvido.