La integridad en tiempos deshonestos

Hilda, desde el calor sofocante del verano en su Corrientes natal, me recordó, a través del alegato final que hace Al Pacino en el filme “Perfume de mujer”, el valor de la integridad. Me pidió que en mi post de hoy reflexionara sobre su enorme significado y lo bastardeada que se encuentra. Y en verdad, lo está. Bastardeada, fragmentada, negociada en cuotas sin interés.

La integridad, esa palabra que viene del latín “integer”, que significa entero, sin fisuras, sin grietas.

Suena firme, contundente, inquebrantable. Sin embargo, en estos tiempos de descuentos y ofertas exprés, parece que también la hemos puesto en liquidación. Según la RAE, la integridad se viste con sinónimos que alguna vez fueron medallas de honor: honradez, probidad, honestidad, rectitud, decencia, dignidad y lealtad. Pero ¿qué queda de ellas cuando se venden por conveniencia, cuando se doblan por comodidad, cuando se esconden por miedo?

No es que la integridad haya desaparecido del todo.

No, claro que no. Aún quedan rincones donde se refugia, personas que la sostienen como un estandarte a pesar del viento en contra. Pero la vemos menguar, la vemos ceder, la vemos transformarse en una palabra incómoda, poco práctica para quienes buscan atajos, para quienes han hecho del “todo vale” su lema.

El problema es que la falta de integridad no siempre hace ruido.

No siempre entra con estrépito ni con escándalo. A veces se desliza en susurros, en pequeños olvidos, en justificaciones que parecen inofensivas. Hoy se miente un poco, se omite otro poco, se acomoda la verdad como si fuera plastilina. Se negocia con los principios como si fueran fichas de póker, y cuando se quiere recuperar lo que se perdió, ya no queda nada en la mesa.

Al Pacino, en su inolvidable alegato, defendía la integridad con la pasión de un hombre que ha visto demasiado.

Decía que cada uno de nosotros, en algún momento, se enfrenta a una encrucijada. Y que el camino correcto es aquel que requiere más coraje. Pero qué fácil resulta tomar el otro, el que serpentea entre excusas y tibiezas, el que permite esquivar la responsabilidad sin que se note demasiado.

Tal vez por eso la integridad está en peligro.

Porque el mundo de hoy no la premia, no la ensalza, no la convierte en trending topic. Es más fácil reírse de ella, llamarla ingenua, decir que pertenece a otra época. Y, sin embargo, qué necesaria se vuelve en medio de tanto pragmatismo vacío, de tanto cinismo disfrazado de inteligencia.

No se trata de convertirnos en héroes impolutos ni de exigir perfección a los demás.

La integridad no es sinónimo de rigidez, no es una estatua de mármol incapaz de doblarse. Pero sí es saber quiénes somos cuando nadie nos mira, es sostener la palabra dada, es no traicionarse a uno mismo.

Tal vez la integridad no esté del todo perdida.

Tal vez, como esa brasa que parece apagada pero aún guarda calor, solo necesite un soplo de valentía para volver a arder.