¿Cuánto cuesta la felicidad?

¿Cuánto cuesta la felicidad? ¿Será el brillo de una mirada que entiende sin palabras, el roce lento de una caricia sin prisa, o la risa que estalla sin previo aviso, sin motivo, sin cálculo?

Tal vez la felicidad es apenas un descuido, un respiro entre el ruido, una tarde de sol sin urgencias.

Pero insistimos en medirla. Queremos traducirla en billetes, en certezas que se evaporan, en seguridades que se deslizan como agua entre los dedos.

¿Y la tranquilidad? ¿Dónde se cotiza? ¿Se compra con noches sin insomnio, con abrazos que no temen, con la paz de saber que nadie te debe nada y que tú tampoco le debes a nadie? ¿O acaso se paga con la salud, con los días que no volverán?

Tal vez la tranquilidad sea el rumor de la lluvia en una casa en calma, la certeza de que lo que tienes basta, la voz de alguien que, sin que lo pidas, te dice: todo estará bien.

Nos pasamos la vida poniéndole precio a lo que no se vende. Nos desvelamos acumulando lo que no llena, aferrándonos a lo que pesa. Creemos que la felicidad es un destino, cuando en realidad es un puente; pensamos que la tranquilidad se conquista, cuando en verdad se suelta.

Al final, la felicidad es un instante distraído, un segundo en el que olvidas todo, menos que estás vivo. Y la tranquilidad, un refugio donde el mundo duele un poco menos.

Así que dime, ¿cuánto estás dispuesto a perder antes de aprender a ganar?