Los niños rotos
Cuando era niño, aprendió que el amor tenía precio. Que los abrazos no eran refugios, sino treguas. Que los besos no venían con la mañana, sino con la obediencia.
Le dijeron que no llorara, que los fuertes no necesitan consuelo, que los buenos niños no piden, no exigen, no protestan.
Pero cuando olvidaba la lección, cuando sus lágrimas traicionaban su voluntad, la respuesta no era ternura. Era la mirada fría. Era el grito que lo hacía temblar. Eran las manos que deberían haber protegido, pero que en cambio golpeaban. A veces era el cinturón. A veces la chancla, la vara, la mano dura que enseñaba, que corregía, que «enderezaba». Y cuando no era el cuerpo, era la mente: «Eres un problema», «Mira lo que me obligas a hacer», «Nadie te va a querer así».
Entonces aprendió. Aprendió a medir el peligro en el tono de voz.
Aprendió a ser invisible, a contener la respiración cuando los pasos se acercaban. Aprendió a anticipar la tormenta en los ojos de su madre, de su padre, de quienes debían ser hogar y fueron trinchera.
Creyó que así funcionaba el amor. Y así creció, con miedo a equivocarse, con pánico al olvido, con el alma encogida por la duda: “¿seré suficiente?”
El niño se hizo grande. Creció el cuerpo, pero el miedo quedó.
Y entonces fue un adulto que no sabe irse, que no sabe quedarse solo, que confunde afecto con deuda. El que se aferra a lo que duele, porque duele menos que la nada. El que pide permiso para existir. El que teme al abandono, porque aprendió que el amor es frágil, que se rompe con una palabra equivocada, con un gesto mal hecho, con un «no» en el momento incorrecto.
A veces, cuando la ciudad duerme y las luces se apagan, ese adulto se encuentra con el niño que fue. Y el niño le pregunta, con los ojos llenos de todas las preguntas del mundo:
—“¿Cuándo será suficiente?”
Y el adulto, que ha pasado la vida buscando una respuesta, lo mira. Ve en su cara el reflejo de su miedo, el eco de su soledad, la sombra de los castigos que nunca entendió. Entonces, con una ternura que nadie le enseñó, con una valentía que nunca supo que tenía, se sienta junto a ese niño, le toma la mano y le dice:
—“Hoy es ese día. Hoy es suficiente. Vive tranquilo que todo lo malo ya no está.”
Y por primera vez en mucho tiempo, el niño cree que puede sonreír.