“Confiar en todos es insensato; pero no confiar en nadie es neurótica torpeza.” Juvenal
En estos tiempos de miradas esquivas y silencios calculados, la desconfianza se ha vuelto un escudo, una coraza que cargamos a diario sin darnos cuenta. Nos han enseñado que es prudente desconfiar, que el mundo es un terreno resbaladizo donde un descuido puede costarnos caro. Y, sin embargo, nos olvidamos de que, al cerrar la puerta a los engaños, también la cerramos a la posibilidad del encuentro sincero.
Es cierto que un exceso de confianza puede hacernos vulnerables, exponernos a quienes buscan ventaja en la ingenuidad ajena.
Por eso nos refugiamos tras la cautela, escudriñamos intenciones, interpretamos gestos con una sospecha que a veces roza la paranoia. Preguntamos una y otra vez: «¿Por qué me hablas?», «¿Qué ganarás con esto?», «¿Dónde está la trampa?». Y quizás, en esa inercia de la prevención, nos vamos quedando solos.
Porque la desconfianza, cuando se instala con demasiada comodidad, se vuelve un muro impenetrable.
Creemos que nos protege, pero también nos aísla. Nos roba la calidez de una charla espontánea, la alegría de un gesto desinteresado, la certeza de que a veces, solo a veces, la vida nos regala encuentros que no esconden segundas intenciones.
El equilibrio, como siempre, es un arte delicado.
Saber desconfiar cuando la situación lo amerita, sin caer en la trampa de sospechar de cada sonrisa, de cada palabra amable. Mirar con ojos abiertos, pero también con el corazón dispuesto. Aprender a distinguir entre la prudencia y el miedo disfrazado de sensatez.
Porque, a fin de cuentas, la confianza también es un riesgo.
Un riesgo necesario, humano, inevitable. A veces nos equivocará, nos hará tropezar con desilusiones que nos dolerán hasta los huesos. Pero también nos permitirá descubrir la magia de los encuentros verdaderos, esos que no necesitan justificarse, esos que simplemente son.
Quizás, entonces, el verdadero desafío no sea desconfiar menos, sino confiar mejor.
Escuchar sin temor, observar sin prejuicio, dar sin la certeza de recibir. Porque si bien el mundo puede ser un campo minado, también está lleno de manos dispuestas a sostenernos, de miradas cálidas que esperan ser correspondidas. Y tal vez, solo tal vez, valga la pena arriesgarse.