El derecho a la tranquilidad
En un mundo donde el ruido es moneda corriente y el tiempo se vende como si fuera un artículo de lujo, la tranquilidad se convierte en un bien escaso. Nos dicen que debemos correr, producir, ganar, acumular, competir. Nos venden la prisa como virtud y nos castigan con la ansiedad de no llegar a ningún lado.
La tranquilidad, esa vieja amiga olvidada, se ha convertido en un privilegio.
Nos hacen creer que es un capricho de los ricos, que solo en los paraísos fiscales o en las casas con vista al mar se encuentra la paz. Pero la tranquilidad no se mide en metros cuadrados ni en cuentas bancarias. Se mide en la ausencia del miedo, en la certeza de que el mañana no traerá un nuevo golpe que nos deje sin techo, sin pan, sin dignidad.
¿De qué sirve una casa sin ruidos si el corazón está en guerra? ¿De qué sirve el silencio si el alma grita?
No es la ausencia de sonido lo que buscamos, sino la ausencia de angustia. La tranquilidad no es solo descansar los pies, sino también descansar el alma. Es saber que el hijo que sale a la calle regresará a salvo. Que la comida no faltará en la mesa al final del mes. Que el miedo no se sentará con nosotros a la hora de la cena.
Nos prometieron progreso y nos dieron ansiedad.
Nos hablaron de crecimiento y nos dejaron más solos. Nos ofrecieron libertad y nos cargaron con cadenas invisibles. Pero la tranquilidad sigue ahí, escondida en los abrazos, en las miradas cómplices, en la certeza de que nadie nos arrancará la vida de un zarpazo. Está en las plazas donde los niños juegan sin miedo. En las cocinas donde la comida se comparte sin angustia. En los barrios donde nadie teme salir después del atardecer.
Vivir con tranquilidad no es un lujo, es un derecho. No es un sueño imposible, es la base de una vida digna.
Nos enseñaron a conformarnos con sobrevivir. Pero la vida no es solo resistir. La vida es cantar sin miedo, dormir sin pesadillas, caminar sin sobresaltos. Es tener la certeza de que el futuro no es una amenaza, sino una posibilidad. La tranquilidad no debería ser un privilegio de pocos, sino una conquista de todos. Y hasta que eso no sea realidad, seguiremos escribiendo, soñando, luchando.
Porque la verdadera libertad no se mide en fronteras ni en pasaportes. Se mide en la paz con la que cerramos los ojos cada noche y en la esperanza con la que los abrimos cada mañana.