¿Cómo estás?
Una noche cualquiera, sonó el teléfono. Al otro lado, la voz de un amigo que el tiempo había convertido en milagro. Una pregunta simple cruzó el aire:
—¿Cómo estás?
El silencio que siguió era tan pesado como la soledad que llevaba dentro. Finalmente, murmuré:
—Demasiado solo.
Y él, como quien extiende un puente invisible, respondió:
—¿Quieres que hablemos?
Asentí, sin palabras. Entonces lanzó otra pregunta, que era más bien una promesa:
—¿Voy a tu casa?
No hubo tiempo para dudar. En minutos, ya estaba allí, llenando mi puerta con su presencia de puerto seguro.
Me desbordé. Las palabras, que habían estado encarceladas, escaparon como ríos que rompen un dique. Le hablé de mis angustias, de los nudos apretados del trabajo, de los silencios en mi familia, de una relación rota y de las deudas que parecían alzar muros a mi alrededor.
Mi amigo escuchaba, no como quien espera su turno, sino como quien sostiene con cuidado un vaso a punto de derramarse. Y así, con su presencia tejida de paciencia, me acompañó mientras la noche se volvía madrugada, y la madrugada, un día nuevo.
Cuando el sol ya espiaba por las ventanas, él se puso de pie. Me sonrió con esa calma que solo tienen los sabios y los generosos.
—Es hora de irme. Tengo que trabajar.
Lo miré, incrédulo. ¿Cómo era posible que después de darme toda la noche, ahora fuera a dar también su día?
—¿Por qué no me dijiste? Te robé el sueño, te robé horas de descanso.
Su sonrisa, intacta, se hizo más grande.
—Para eso estamos los amigos —dijo, como si fuera la verdad más evidente del mundo.
Lo acompañé hasta la puerta, con el corazón lleno de preguntas y gratitud. Cuando ya estaba a punto de entrar a su auto, grité:
—¡Espera! ¿Por qué llamaste anoche tan tarde?
Volvió sobre sus pasos, como quien carga una revelación en las manos. Habló en voz baja, casi un susurro:
—Quise contarte algo.
—¿Qué cosa? —le pregunté, temiendo la respuesta.
—Fui al médico. Me han dicho que estoy gravemente enfermo.
El mundo, que hasta ese momento giraba sin pausa, se detuvo. Pero él, con la fortaleza de quien lleva la esperanza en los bolsillos, sonrió de nuevo:
—Ya hablaremos de esto. Que tengas un gran día.
Y se marchó, dejando en el aire una lección que yo aún no sabía cómo nombrar.
Pasó el tiempo, y su gesto me acompañó como un eco. Me pregunté mil veces: ¿Cómo pudo tener la fuerza para ocuparse de mí, cuando era él quien enfrentaba la tormenta? ¿Cómo encontró la valentía para sonreír, para regalarme la noche, para sostenerme cuando el abismo era suyo?
Desde entonces, algo cambió. Aprendí que la vida no es un inventario de pesares, sino una colección de abrazos y miradas que dan sentido al caos. Ahora abrazo los instantes, atesoro los encuentros. Y cuando escucho una pregunta sencilla, como la que él me hizo aquella noche, me detengo. Porque allí, en esa pregunta, puede estar escondido el milagro de un corazón que no se rinde.