«El viajero y la anciana del desierto»
Había una vez un viajero que cruzaba un desierto infinito. Sus pasos levantaban polvo, y el sol le pesaba en los hombros como si quisiera detenerlo. Después de días caminando, cuando el horizonte parecía no ofrecer más que arena y olvido, divisó una pequeña casa de adobe. Junto a la puerta, sentada en un viejo banco de madera, estaba una anciana.
La mujer tenía la piel curtida por los años y los ojos tan profundos como un pozo olvidado. Sostenía entre sus manos un cuenco con agua fresca, que ofreció al viajero sin decir palabra.
—Gracias —dijo él, aliviado, al tomar el cuenco.
La anciana lo observó en silencio mientras bebía. Cuando terminó, ella señaló el banco junto a ella.
—Siéntate. Este desierto no es lugar para andar con prisas.
El viajero obedeció y se dejó caer junto a la anciana. Había algo en ella, en su quietud, que lo intrigaba.
—¿Por qué vive aquí, sola? —le preguntó.
—Porque el desierto no me abandona —respondió la anciana—. Todo lo que viene y va es el viento.
El viajero se quedó pensando en aquella respuesta mientras el sol se hundía en el horizonte. Esa noche, la anciana le permitió quedarse en su casa, un lugar pequeño y sencillo. En las paredes había colgadas ramas secas y cáscaras de frutas del pasado, como si guardara recuerdos de un tiempo mejor.
Los días se hicieron semanas. El viajero encontró consuelo en la compañía de la anciana. Por las tardes, ella le contaba historias de un tiempo en el que no estaba sola: de los hijos que había criado y que un día se marcharon; de los amigos que partieron hacia tierras lejanas; de los amores que se desvanecieron como el rocío de la mañana.
—Todo lo que amé se fue —decía—. Pero el desierto me enseñó a permanecer. Aquí nadie puede abandonarme porque ya no espero a nadie.
—¿No siente soledad? —preguntó el viajero.
—La soledad se siente cuando se teme perder. Yo ya lo he perdido todo.
El viajero guardaba silencio ante aquellas palabras. Nunca había escuchado algo tan simple y a la vez tan inmenso. En su compañía, el mundo parecía más claro, más sencillo, como si el tiempo fuera un río que no tenía prisa en llegar al mar.
Pero un día, el viajero decidió partir.
—He descansado aquí más de lo que esperaba —dijo mientras preparaba su mochila—. Es hora de que siga mi camino.
La anciana asintió, sin sorpresa en sus ojos.
—Lo sabía desde el día en que llegaste.
El viajero sintió una punzada en el pecho.
—¿No le duele que me vaya?
—Ya aprendí que nadie pertenece a nadie —respondió ella—. Pero te diré algo: quienes realmente nos marcan siempre regresan.
El viajero quiso decir algo más, pero las palabras se le atoraron en la garganta. La anciana se quedó sentada frente a su casa mientras él desaparecía entre las dunas, como tantos otros antes que él.
Los días se hicieron semanas, y las semanas, meses. La anciana volvió a su rutina: cuidar su pequeño refugio, recoger ramas del desierto, observar el cielo estrellado. Pero, aunque no quería admitirlo, sentía un vacío en las tardes. Extrañaba las historias del viajero, su risa, su curiosidad inagotable.
Un día, cuando el viento soplaba fuerte y el horizonte estaba teñido de rojo, vio una figura acercarse. Era él. Sus botas estaban aún más desgastadas, y su rostro llevaba las marcas del viaje, pero sus ojos brillaban como siempre.
—He vuelto —dijo el viajero, dejando caer su mochila junto al banco de madera.
La anciana lo miró largo rato antes de responder.
—¿Por qué regresaste?
El viajero se sentó junto a ella y suspiró.
—Fui lejos, pero en cada paso pensé en este lugar. En usted. Me di cuenta de que, aunque el mundo tiene muchas maravillas, ninguna me dio la paz que encontré aquí.
La anciana sonrió, pero sus ojos se humedecieron, como si el tiempo le hubiera devuelto algo que creía perdido para siempre.
—¿Y cuánto tiempo te quedarás esta vez? —preguntó, con voz serena.
El viajero bajó la mirada.
—No lo sé. Tal vez me vaya de nuevo. Pero si lo hago, prometo regresar. Porque usted es el único hogar que he encontrado en este desierto.
La anciana se quedó en silencio. Amar, pensó, era aceptar el riesgo de las despedidas, pero también la alegría de los reencuentros. Así que, sin decir más, le sirvió un poco de agua y juntos miraron cómo el sol se ocultaba tras las dunas.
Y en aquella casa perdida en el desierto, aprendieron que el amor no siempre está en retener, sino en dejar ir y confiar en que el regreso es inevitable cuando los corazones se reconocen como refugios.