La agónica televisión de aire

Ah, la televisión pública. Ese gigante dormido, tan noble en teoría, pero tan patético en la práctica. Creada para educar, informar y ser el faro de la cultura. ¿Y qué tenemos hoy? Un Frankenstein televisivo: burocrático, lento y completamente irrelevante en un mundo que no tiene tiempo. Vivimos en una época de cambios vertiginosos, donde la tecnología y los nuevos hábitos de consumo han transformado industrias enteras, dejando obsoletos modelos que durante décadas parecían indestructibles. Así pasó con el taxi frente a Uber, con los comercios tradicionales frente a Amazon, o con la hotelería ante Airbnb. La televisión, no está exenta de esta tormenta disruptiva. El otrora pilar de la cultura y la información enfrenta un desafío existencial: ¿puede reinventarse para sobrevivir en un mundo digital e inmediato, o quedará como un fósil estatal que recuerda épocas más simples?

«El elefante en el living»

La televisión nació como un servicio para «todos». La clave es ese «para todos». Porque, somos sinceros, ¿quién la mira? Abuelos perdidos entre telenovelas históricas, algún estudiante obligado a ver un documental para la escuela y políticos sonriendo en debates enlatados que nadie recuerda. Mientras tanto, plataformas como Netflix, TikTok o Twitch no te exigen lealtad. No te piden que «sintonices a las 9». Te dejan decidir. Libertad, señores.

¿Baluarte del conocimiento o megáfono del gobierno?

Nos vendieron la televisión pública como un oasis de imparcialidad y cultura. Pero basta zapear cinco minutos para entender la realidad: agendas políticas mal-disfrazadas de «servicio público». La TV pública no es de «todos». Es del que manda. Y con cada nuevo gobierno, cambia de voz y de propósito.

Los jóvenes la ignoran, y con razón

En un mundo donde TikTok transforma un minuto en arte visual, la televisión no tiene idea de por dónde empezar. ¿Series? Desfasadas. ¿Contenido educativo? Aburrido. ¿Conexión emocional? Ninguna. Los jóvenes quieren inmediatez, frescura, algo que les hable.

«Reinvéntate o muere»

Pero esperen, no estoy diciendo que la televisión no sirva. El concepto tiene mérito: una plataforma que escapa a la lógica del mercado, que cuente historias que importan, que rescata lo local, lo auténtico. Podría ser gloriosa… si alguien se animara a romperla desde dentro.

El ojo de la cerradura: el triunfo de la banalidad televisiva

Es paradójico, y hasta inquietante, que en un mundo donde el acceso a información, cultura y conocimiento nunca ha sido tan amplio, lo que más atrae a muchos televidentes de la televisión abierta sean los programas de prensa rosa, los chimentos y los realities. Esa fascinación por mirar a través del «ojo de la cerradura», invadiendo la intimidad de otros, parece haberse convertido en uno de los últimos bastiones de la televisión tradicional.

¿Por qué nos atrae tanto la vida de los otros?

Tal vez porque nos invita a una especie de escape: compararnos con sus dramas, sus fracasos y sus escándalos nos hace sentir momentáneamente superiores o, al menos, parte de algo más grande. Pero este espectáculo de la vida ajena, consumido con avidez, no solo banaliza lo que vemos, sino también a quienes lo ven. Nos convierte en cómplices de una dinámica que prioriza lo superficial, lo polémico y lo inmediato por encima de lo valioso o lo auténtico.

Lo terrible no es solo el contenido en sí, sino lo que representa:

Una televisión que ha renunciado a ser una herramienta de crecimiento o reflexión colectiva. Los programas que alimentan el morbo están diseñados para captar la atención de una audiencia en busca de distracción rápida, de sensacionalismo que entretenga sin exigir demasiado. La intimidad de las personas –ya sea de famosos o de anónimos en un reality– se convierte en un producto. Es un círculo vicioso: la televisión ofrece este contenido porque «es lo que la gente quiere», pero la gente lo quiere porque es lo único que les ofrecen.

¿Y esto nos habla solo de la televisión?

Probablemente no. También refleja una crisis más profunda en nuestra sociedad: el culto a lo inmediato, a lo fácil, a lo fugaz. La pantalla no es más que un espejo de nuestras propias prioridades. Mientras seguimos mirando por el ojo de la cerradura, la ventana al conocimiento, al arte, a la diversidad cultural y al debate real se cierra cada vez más. Tal vez sea momento de preguntarnos: ¿es esto lo que queremos consumir? ¿Es esto lo que queremos ser? Porque, al final, el contenido que elegimos ver también define cómo vemos el mundo… y cómo nos vemos a nosotros mismos.

Final, final

Hoy, la televisión, es ese pariente lejano que insisten en invitar a las reuniones familiares porque «es importante». Nadie lo escucha, pero ahí está. No muere porque la maten; muere porque se niega a evolucionar. Y mientras tanto, ese vacío lo llenan corporaciones que ni siquiera fingen preocuparse por el bien común. ¿Esto es lo que queremos? Quizás sí. Después de todo, parece que a nadie le importa mucho.