Raúl Barboza: el chamamé que cruza mares y abraza corazones
Raúl Barboza no toca el acordeón; lo respira. Y cuando el aire se convierte en música, parece que el mundo se detiene a escuchar. Nació en Buenos Aires, pero lleva en el alma el río Paraná y el susurro de los quebrachos. Es hijo de un chamamé que nunca pidió permiso, que nació en los patios de tierra y en las fiestas de pueblo, y que ahora viaja con él por los teatros más elegantes de Europa.
Barboza aprendió a tocar antes de aprender a hablar con las palabras.
Su padre, un inmigrante correntino, le puso un acordeón en las manos cuando todavía era un niño, y el destino hizo el resto. A los 9 años ya era un prodigio; a los 12, un intérprete profesional. Pero la música que lo eligió no era solo un oficio: era su raíz. El chamamé, con su melancolía y su alegría entrelazadas, no es fácil de explicar, pero Barboza lo entendió desde siempre. Lo tocaba como quien cuenta historias de un mundo que se está perdiendo.
Años después, Raúl cruzó el océano y se instaló en París.
La ciudad que le ofreció una casa para sus sueños. Y allá, donde el tango ya había echado raíces, Barboza llevó un sonido distinto: el del litoral argentino. Tocaba en escenarios donde nadie sabía qué era el chamamé, pero cuando empezaba a sonar su acordeón, el público lo entendía. Porque en sus manos, el chamamé no es un género musical, sino un idioma universal.
Francia lo abrazó como un hijo.
Y él llevó el espíritu de Corrientes y Misiones a festivales de jazz, conciertos de música clásica y eventos folclóricos. Sus dedos danzaban sobre las teclas, y el acordeón lloraba, reía y bailaba con él. En su música, lo tradicional se encuentra con lo moderno, lo íntimo con lo grandioso. No le temió a la innovación: sus discos mezclan el chamamé puro con la improvisación, el silencio y los ecos de otros mundos.
Pero Raúl nunca olvidó de dónde vino.
Es un hombre de río, de mate amargo, de palabras suaves. Regresa a Argentina con frecuencia, y cuando lo hace, el público lo recibe como a un amigo que vuelve después de mucho tiempo, pero que nunca se fue del todo. Ahora, con más de 80 años y una carrera que lo ha llevado por más de 30 países, Raúl Barboza está de gira en su tierra natal. Y el chamamé que sale de su acordeón suena como un abrazo. En cada nota está la memoria de su padre, que le enseñó a tocar; de su madre, que lo alentó a soñar; y de los paisajes del litoral, con su calor y su verdor, que siempre lo acompañan, aunque esté lejos.
Cuando se sube al escenario, el tiempo retrocede.
Las manos de Barboza son las mismas que hace décadas, ágiles y precisas, pero ahora llevan también la madurez de un hombre que ha vivido con la música como su brújula. Y el público, desde Corrientes hasta París, cierra los ojos y se deja llevar por el acordeón que narra historias de amor, nostalgia y esperanza. “Mi música no tiene fronteras”, ha dicho alguna vez. Y es cierto. Raúl Barboza es un puente entre mundos, entre generaciones, entre emociones. El chamamé, gracias a él, ya no es solo una música del nordeste argentino: es una música del mundo.
En cada presentación, el silencio inicial del público se transforma en aplausos y lágrimas.
La gente siente que está frente a algo único, a una voz que no necesita palabras para emocionar. Raúl Barboza, con su acordeón al pecho, se convierte en ese río que cruza mares y lleva consigo la esencia de un pueblo. Y cuando el concierto termina, no hay despedidas, solo un hasta luego. Porque la música de Barboza queda resonando en el corazón, como un eco que nunca se apaga.