“! Señor, líbrame de los falsos amigos, ¡que de los enemigos me cuido solo!”
Los enemigos tienen la decencia de mostrar sus dientes
No esconden sus colmillos, los exhiben con orgullo. En cambio, los falsos amigos te sonríen con dulzura mientras, por debajo de la mesa, afilan el cuchillo. «Señor, líbrame de los falsos amigos, que de los enemigos me cuido solo», dice la frase. No sabemos quién la escribió, quizá nadie la escribió, quizá nació del murmullo colectivo, de esas verdades que flotan en el aire antes de que alguien les ponga nombre. Podría ser de Lope de Vega o de Voltaire, o de un anónimo cualquiera que conoció la puñalada del amigo que abraza.
Los falsos amigos son espejos rotos:
Reflejan lo que quieres ver, pero detrás, esconden grietas. Dicen “confía”, pero sus palabras son como el viento, soplan en todas direcciones. Los enemigos son otro asunto: los ves venir, te avisan con su sombra, con su mirada fija. De ellos puedes defenderte porque sabes dónde están. Los falsos amigos viven entre nosotros. Hablan como tú, caminan a tu lado, brindan contigo y juran lealtades. Pero un día, cuando menos lo esperas, se convierten en desiertos: te dejan vacío, seco, solo.
Quizá por eso la frase no necesita autor
Porque todos la hemos pensado alguna vez, en silencio, cuando sentimos el filo frío de una traición. Es una oración laica, un susurro universal: líbrame de las sonrisas que mienten, de los abrazos que ahogan, de las manos que me empujan mientras pretenden sostenerme.
Entonces aprendemos, poco a poco, que no basta con ver, también hay que mirar
Que los falsos amigos se reconocen en las pequeñas grietas, en las sombras que no encajan. Aprendemos a desconfiar de las máscaras que brillan demasiado. Y a cuidar nuestra soledad, que al final, es más leal que algunas compañías.