Mi columna del domingo: “Si no dispones de 4 minutos para leerla, mejor déjala pasar”
Tema: El siglo XXI: ciencia, tecnología y la responsabilidad de la humanidad
En este siglo XXI, estamos presenciando el florecimiento de una tecnología que podría parecer magia para generaciones pasadas. La inteligencia artificial ha dejado de ser una fantasía de la ciencia ficción y se ha convertido en una herramienta que promete transformar todos los aspectos de nuestra existencia. Sin embargo, como toda gran herramienta, su impacto dependerá de cómo la usemos. Al igual que con el fuego, la inteligencia artificial tiene el potencial de iluminar el camino hacia un futuro mejor, o de consumirnos si no la manejamos con el debido cuidado.
El desarrollo de inteligencias no humanas plantea cuestiones profundas sobre qué significa ser humano.
Estas máquinas, que pueden procesar enormes cantidades de información y realizar tareas inimaginables para cualquier individuo, nos obligan a replantearnos nuestro papel en el universo. Pero el verdadero peligro no reside en la misma tecnología, sino en la falta de preparación ética para su uso. ¿Qué pasará cuando las máquinas decidan por nosotros? ¿Estamos enseñando a estas nuevas inteligencias con los mejores valores de la humanidad o con nuestros defectos más arraigados: ¿la codicia, el prejuicio y tantas otras?
Por otro lado, en un mundo hiperconectado, sorprendentemente parece que cada vez más gente se está desconectando de una de las fuentes más importantes del saber humano: la lectura.
Los libros, que durante siglos han sido el medio a través del cual las generaciones han compartido su sabiduría, están siendo dejados de lado en favor de una cultura de inmediatez y superficialidad. Los algoritmos que determinan lo que vemos y leemos priorizan lo sensacionalista sobre lo sustancial. Estamos inundados de información, pero falta el conocimiento.
En este ecosistema digital, han surgido los llamados ‘influencers’.
No puedo evitar recordar las palabras de científicos y filósofos de siglos pasados que advertían sobre los peligros de la ‘autoridad sin conocimiento’. Muchos de estos influencers tienen la capacidad de llegar a millones de personas, pero carecen del rigor o el entendimiento necesario para guiar a sus seguidores de manera informada. En lugar de fomentar el pensamiento crítico y el escepticismo científico —que son los pilares de una sociedad bien informada—, se alimentan creencias sin fundamento, teorías conspirativas y simplificaciones peligrosas. En este sentido, la opinión ha reemplazado al conocimiento.
Mientras tanto, las guerras, esas viejas tragedias de nuestra especie, continúan devastando naciones y sembrando miseria.
A pesar de la vastedad de nuestro conocimiento, seguimos permitiendo que las tensiones políticas y económicas conduzcan a la destrucción de vidas humanas y del entorno natural. No hemos aprendido del pasado, y la ciencia, que debería unirnos en la búsqueda de soluciones globales, a menudo es utilizada como arma para dividir y destruir. Sin embargo, esto solo será posible si no nos comprometemos a educar a las generaciones futuras, no solo en los avances tecnológicos, sino también en los valores universales de la curiosidad, la empatía y la responsabilidad. Estos son los cimientos sobre los cuales debemos construir. nuestra civilización tecnológica. No podemos depender únicamente de los algoritmos y las máquinas para guiarnos; debemos cultivar el pensamiento crítico y el escepticismo saludable en cada persona.
La curiosidad nos lleva a hacer preguntas, a no conformarnos con respuestas fáciles y a explorar lo desconocido.
La empatía nos recuerda que no estamos solos en este viaje; que nuestras acciones afectan a otros, ya sea a nuestros semejantes en la Tierra o a las generaciones futuras que heredarán el mundo que les dejemos. Solo con una base ética sólida podemos asegurarnos de que los prodigios del siglo XXI —la inteligencia artificial, la bioingeniería, la exploración espacial— se usen para el beneficio de todos y no solo de unos pocos. Al final, la pregunta no será lo que nuestras máquinas pueden hacer, sino lo que nosotros, como seres humanos, decidimos hacer con ellas.