Sufrimos porque nos han enseñado a soñar con mundos que no existen
Porque la realidad siempre parece debernos algo. Cuando soltamos esa expectativa, cuando dejamos de perseguir espejismos, el sufrimiento se vuelve otra cosa, algo más pequeño, más llevadero.
Lo que realmente mata al hombre no es la vida, es la rutina: esa cadena invisible que amarra las horas, que va robándonos los colores y los aromas.
Lo que salva, lo que nos salva a todos, es la creatividad, la capacidad de ver un sol en la tormenta, una ventana en la pared más alta. Porque cada día, por más gris que parezca, esconde una aventura, una de esas que no se compran ni se venden, pero están ahí, esperando a que alguien las descubra.
Vivimos dispersos, desparramados por el mundo, buscando fuera lo que llevamos dentro. Nos pasamos la vida intentando que las cosas, las personas, se amolden a nuestros deseos, como si todo estuviera hecho para complacernos. Esa avidez nos devora, nos convierte en sombras de lo que podríamos ser.
Vivimos manipulando la vida y, al final, es la vida la que nos manipula a nosotros.
Pero cada golpe, cada tragedia, no es el final. Nos caemos, sí, pero de las cenizas renacemos. Como el fuego que nunca se apaga, así también nosotros: siempre listos para empezar de nuevo, siempre listos para volver a nacer.