Volviendo a Cinema Paradiso

Cinema Paradiso siempre me roba un suspiro, ese suspiro que nace en el pecho y se desploma en el alma, arropándome en una nostalgia que a veces duele, como un eco que se rehúsa a morir. Es un recordatorio de esa urgencia, de esa pulsión casi animal, que algunos hemos sentido: la necesidad de romper cadenas, de escapar del abrazo asfixiante de lo conocido, de partir en busca de otros horizontes que aún no han sido conquistados.

Alfredo, ese viejo proyeccionista de almas, fue para Toto más que un mentor; fue un faro en la penumbra de su niñez. Con la sabiduría inscrita en sus arrugas y la fatiga en sus ojos, le señaló el camino hacia un destino incierto, pero suyo, tan suyo como el viento que se cuela por las rendijas de una puerta cerrada.

Cuando Alfredo le pidió a Toto que no volviera, no lo hizo con frialdad, sino con el amor más puro, ese amor que entiende que la libertad no es un regalo, es una conquista. Para conquistarla, Toto debía cortar las cadenas de un mundo demasiado pequeño para sus sueños. Alfredo, con su corazón herido y su visión marchita, sabía que el fuego del cine en Toto no sobreviviría entre las cenizas de la nostalgia y las viejas costumbres. Entendió, antes que Toto, que quedarse era morir; que las raíces, aunque profundas, pueden ser cadenas si uno olvida cuándo es tiempo de cortar.

Lo liberó, a pesar del dolor que le causaba hacerlo, porque el verdadero amor no ata, libera. Y cuando le pidió a Toto que no mirara atrás, que no permitiera que el pasado lo atrapara, no solo se lo decía a él, se lo decía también a sí mismo, aunque sabía que sería imposible. Empujó a Toto hacia lo desconocido, hacia su propio camino en el mundo, libre de las ataduras que podrían haber frenado su vuelo.

El pedido de Alfredo estaba cargado de un sacrificio que solo los corazones más nobles comprenden. En su renuncia, en su despedida, había un dolor sordo, un amor que se elevaba por encima del egoísmo. Alfredo, que se quedó ciego de tanto ver la vida pasar en una pantalla, aparte de un incendio, sacrificó la calidez de la compañía de Toto para asegurarse de que el joven pudiera realizar sus sueños, aunque eso significara arrastrar su propio corazón por el polvo de la ausencia.