La ternura nos recuerda que estamos vivos
Yo sé, no lo sé. Tal vez sé y no sé al mismo tiempo. Me atraviesa la certeza y la duda, como un río que no cesa de correr. En estos tiempos modernos, donde el bullicio de la tecnología se confunde con el canto de los pájaros, me detengo a pensar en lo esencial: el afecto, la caricia, la ternura. Porque, ¿qué somos sin estos hilos invisibles que nos unen?
Recuerdo, como si fuera hoy, aquellas palabras que nos hablaban de un mundo que duele, pero que también ama. Que necesita del abrazo tanto como del aire, de la caricia tanto como del pan. En esta danza de vida y muerte, de risas y lágrimas, es el afecto lo que nos salva del abismo, lo que nos hace humanos.
El afecto no se compra, no se vende. Se da, se recibe, se siente. Es un misterio tan profundo como el océano y tan sencillo como una flor. ¿Qué sería de nosotros sin la caricia que nos recuerda que estamos vivos? Esa mano amiga que nos toca el hombro en un día gris, ese beso en la frente que nos dice que todo estará bien. La ternura es el idioma del alma, el refugio en medio de la tormenta.
En este mundo que corre, que no se detiene, a veces olvidamos lo fundamental. Creemos que podemos vivir de espaldas al otro, que somos autosuficientes. Pero, en realidad, estamos hambrientos de contacto, sedientos de amor. Necesitamos la contención del abrazo sincero, la mirada que nos comprende sin palabras. Sin ello, nos convertimos en islas, en desiertos.
La ternura no es debilidad, sino fuerza. Que el amor no es un lujo, sino una necesidad. En cada línea, en cada palabra, nos invita a redescubrir el valor de lo sencillo, de lo cotidiano. Nos recuerda que la verdadera revolución empieza en el corazón, en el gesto pequeño que cambia el mundo.
Hoy, más que nunca, necesitamos volver a lo esencial. Dejar de lado la frialdad de las pantallas y reencontrarnos con el calor de la piel. Abrazarnos más, mirarnos más, querernos más. Porque, al final del día, es el afecto lo que nos sostiene, lo que nos da alas para volar y raíces para no perder el rumbo. Es la ternura la que nos salva, la que nos hace recordar que, a pesar de todo, estamos vivos.