Vivimos en una sociedad de vitrinas y espejismos
Queremos la vida de película, el jardín sin sombras, los padres perfectos, el profesional intachable, el cuerpo esculpido, la pareja soñada. Queremos lo inalcanzable, y en esa búsqueda frenética, olvidamos lo esencial, lo humano.
La insatisfacción es nuestra compañera constante.
Nos dejamos arrastrar por los vientos de la apariencia, olvidando el anhelo sincero, lo que realmente nos nutre. En el torbellino del querer más y más, perdemos de vista que la felicidad no reside en la acumulación de cosas sino en la esencia de lo simple, en los pequeños placeres que nos conectan con nuestra humanidad.
Nos debatimos en la arena de Instagram, Facebook, en las redes de las redes sociales, en la trampa del parecer sobre el ser. Nos convertimos en esclavos de la imagen, prisioneros de los likes, mendigos de aprobación.
La vida se convierte en un escaparate, donde la autenticidad se oculta tras filtros y máscaras.
Es el reino del envoltorio, donde la fachada debe brillar sin mancha, y esa tiranía de la perfección nos ahoga en la frustración. El envoltorio, tan bonito, tan impecable, exige sacrificios imposibles. Vivimos en una feria de vanidades, donde el valor se mide por la superficie y no por la profundidad.
Sin embargo, hay un rayo de esperanza en reconocer nuestra vulnerabilidad, en aceptar que no somos perfectos, que la belleza de la vida radica en sus imperfecciones. Al dejar de lado las expectativas ajenas, podemos reencontrarnos con nosotros mismos, con nuestros verdaderos deseos y necesidades. En ese acto de rebeldía contra el envoltorio, hallamos la libertad de ser, de vivir plenamente.
( La idea de este texto la escuché en Víctor Küppers. La adaptación es mía).