El día que la noche cayó al mediodía
El lunes 28 de abril, a las 12.33 de la mañana —que en realidad era mediodía—, la noche se cayó de golpe sobre la Península Ibérica. No bajó como lo hace siempre, con pudor y despacito, sino que se desplomó como si se hubiera tropezado con un cable suelto.
España se apagó. Portugal también.
Hasta el sur de Francia tembló en la oscuridad, como si recordara una vieja pesadilla. Nadie supo por qué. Las pantallas enmudecieron. Las neveras dejaron de respirar. Los ascensores se congelaron entre pisos como si hubieran olvidado a dónde iban.
Las ciudades, sin su ropaje de luz, quedaron desnudas.
Y la gente, como bichitos en una cocina sorprendida por la linterna del universo, empezó a moverse, a tropezar, a preguntar. Hubo quien lloró por no poder cargar su celular.Y quien rió porque, por fin, el cielo estrellado se podía ver desde la Gran Vía.
Los gobiernos no sabían.
Los expertos no entendían. Las teorías se amontonaban como cartas en una mesa de truco: sabotaje, tormenta solar, inteligencia artificial cansada de obedecer.
Pero mientras tanto…
Una abuela en Sevilla le contaba a su nieto cómo se lavaba la ropa en el río. Y un joven en Lisboa le enseñaba a su vecina a encender una vela sin miedo. Y en Marsella, un músico tocaba la guitarra en una plaza porque el silencio le parecía demasiado ruidoso.
Así, en la oscuridad, se encendieron otras luces.
Luces que no dependían de voltios ni de enchufes. Luces humanas. Luces de esas que la factura de la luz no puede medir, pero que alumbran mucho más que un poste en la calle.
Como primó la solidaridad, la paciencia de la gente que quedó atrapada en los trenes y ascensores. Aquellos que le dieron cobijo a un hermano desconocido.
Y aunque el misterio sigue, y nadie ha explicado qué pasó, muchos recuerdan ese lunes como el día en que el mundo, por un instante, se reinició.
No para funcionar mejor. Sino para recordar cómo era cuando aún sabíamos mirarnos a los ojos.