Los fuegos del cielo
Hace dos mil años, un hombre caminó por los caminos polvorientos de Judea. Era uno más entre miles, judío entre judíos, hijo de carpintero y madre joven. Pero en sus ojos brillaba la locura de los profetas: creía que el amor era más fuerte que la muerte.
Predicaba que los últimos serían los primeros, “pues quien quiera ser el primero, que se haga servidor de todos”, y que los pobres heredarían la Tierra, “bienaventurados los humildes, porque de ellos es el Reino”.
Decía que Dios vivía en el abrazo de dos manos sucias y no en los mármoles del Templo, y susurraba a los caídos: “No he venido a salvar a los justos, sino a los pecadores”.
No fundó imperios ni doctrinas.
No dejó constituciones ni ejércitos. Dejó historias, gestos, silencios. Y dejó fueguitos, pequeños fueguitos encendidos en los corazones de quienes lo escucharon.
Lo mataron como matan siempre a los que no entienden de poder: colgado de un madero, entre risas de soldados y lágrimas de mujeres. Pero sus fueguitos no se apagaron.
Unos pescadores, unas mujeres, unos cobradores de impuestos arrepentidos —a quienes les había dicho “amaos los unos a los otros como yo os he amado”—, dijeron: vive. Y vivieron ellos también, partiendo el pan, abrazando leprosos, soñando un Reino que no se ve pero que se siente.
El tiempo, que mastica toda pureza, transformó esa memoria en catedrales, en credos, en ejércitos.
La fe de los pobres fue vestida de púrpura y oro.
El Cristo crucificado fue coronado emperador. Concilios, dogmas, guerras santas, inquisiciones: el Reino de amor se confundió con reinos de poder. Y, sin embargo, entre las ruinas, los fueguitos seguían encendidos.
En los santos que abrazaban a los miserables. En las monjas que curaban a los apestados. En los anónimos que daban su pan sin pedir nombre ni recompensa.
Siglos pasaron.
El mundo cambió, las iglesias se multiplicaron, las palabras de aquel judío fueron traducidas, traicionadas, redescubiertas una y otra vez. Y un día, un hombre venido del fin del mundo subió a la cátedra de Pedro.
Se llamaba Francisco.
No llevó coronas, ni anillos de poder. Calzaba zapatos viejos, acariciaba rostros arrugados, predicaba con gestos más que con discursos.
Dijo que la Iglesia debía ser un hospital de campaña, no una aduana de almas. Que Dios se encontraba en el abrazo sencillo, en la lágrima compartida, en el pan dividido.
No fue perfecto, ni pretendió serlo.
No reformó todo lo que soñó. Pero caminó, caminó como aquel Jesús antiguo, sembrando fueguitos en un mundo de cenizas.
Cuando Francisco murió, su cuerpo fue llevado a descansar en Santa María la Mayor, donde tantas veces había rezado en silencio. Su tumba, simple como su vida, no brillaba en mármol ni en oro. Sobre ella, alguien escribió con tiza temblorosa:
“El Reino está aquí. Entre nosotros. Y no nos dimos cuenta.”
Y así, mientras los siglos vuelven a girar, los fueguitos siguen naciendo, donde dos o más se abrazan en su nombre, y recuerdan que el amor —y no el miedo— fue siempre la única revolución verdadera.