El silencio

Fe es esa cosa pequeña que no se rinde, la que cabe en el puño de un niño, en el susurro de un anciano al atardecer, en la mirada de quien espera sin saber qué. No es bandera ni himno, sino el hilo que teje los días rotos, la sombra que persiste cuando la luz se cansa.

Fe es la madre que cuenta los pasos en la noche, el obrero que talla esperanza en el hormigón, el enamorado que inventa mañanas en un beso. A veces es un dios con nombre de tradición, otras, el viento sin rostro que empuja las velas del barco. No importa su disfraz; siempre es un acto de resistencia.

Hay una fe que se arrodilla en templos, que busca respuestas en el eco de los rezos.

Pero también está la que se esconde en los mercados, entre los puestos de fruta y las risas prestadas, la que sobrevive en la fila del autobús, en el pan compartido, en la mano que no juzga al caer. Fe es creer que el otro, a pesar de todo, lleva dentro un reloj de sol.

A veces la fe sangra.

Se quiebra cuando la guerra devora los nombres, cuando el cáncer no perdona, cuando el amor se vuelve cicatriz. Entonces, uno mira al cielo y solo ve preguntas. Pero hasta en el escombro hay semillas: una carta inesperada, el abrazo que no habla, el café humeante en la madrugada solitaria. Fe es aprender a bailar con las heridas.

Dicen que la fe mueve montañas, pero más bien las habita.

Está en la piedra que el río lame por siglos, en la raíz que rompe el asfalto, en el migrante que lleva su aldea en la maleta. No es certeza, sino terquedad. Es el «a pesar de» que nos define: a pesar del miedo, del odio, de la derrota, aquí seguimos, inventando futuros con hilos de pasado.

La fe tiene sabor a pan recién horneado, a tierra mojada después de la sequía.

Huele a lluvia lejana, a libro abierto, a piel conocida. Suena a canción que tararea el vecino sin saber que lo escuchas. Fe es el arte de encontrar eternidad en lo efímero: en una flor que nace entre el cemento, en el perdón que llega sin avisar, en el grito que se convierte en canto.

Algunos la llaman ilusión, otros, cobardía.

Pero la fe verdadera no ignora el abismo; lo salta con los ojos abiertos. Es la decisión de creer que la humanidad, esa criatura torpe y brillante, aún guarda en sus pupilas el reflejo del alba.

Fe es, al fin, la memoria del futuro.

Un acto de rebeldía contra la nada. Porque mientras haya un niño que pregunte «¿por qué?», un loco que plante árboles en el desierto, o un poeta que escriba versos en la oscuridad, la fe seguirá siendo ese latido tercero que nadie puede explicar, pero todos reconocen cuando late.

Entonces la fe, no siempre es silencio.