La Pascua de Resurrección, el corazón de la Fe
La victoria de la vida sobre la muerte, del amor sobre el abandono, de la luz sobre toda forma de oscuridad.
No se trata solo de un hecho histórico o un símbolo religioso, sino de una realidad que resuena en lo más profundo de la existencia humana.
La resurrección de Jesucristo no es simplemente un consuelo para los que sufren, sino una proclamación audaz: que el universo, por vasto y complejo que sea, no es indiferente al sufrimiento humano. Al contrario, está impregnado de sentido.
Desde una mirada abierta tanto a la ciencia como a la Fe, la muerte y resurrección de Cristo plantea preguntas que trascienden los límites de lo medible.
En un cosmos regido por leyes que permiten la vida, la conciencia y la capacidad de amar, la figura del Resucitado ofrece una respuesta que no contradice la razón, sino que la eleva.
La muerte, que parece ser el punto final de todo proceso natural, no tiene la última palabra. El evento de la Pascua introduce la posibilidad de que la realidad más profunda del universo sea relacional, personal y redentora.
La cruz, signo del dolor más brutal, se transforma en símbolo de esperanza precisamente porque no fue el final.
En la resurrección, la materia y el espíritu se abrazan de nuevo, proclamando que lo físico no es descartable, sino redimido.
La ciencia, que contempla con asombro la complejidad del ADN o la expansión del universo, puede encontrar en la Pascua una revelación: que hay una inteligencia, una voluntad de amor, que sostiene y renueva todas las cosas.
Creer en la resurrección no es rechazar la evidencia ni ignorar la razón.
Es, más bien, aceptar que la realidad puede ser aún más profunda de lo que nuestros instrumentos pueden captar.
Es abrirse a la posibilidad de que la vida tenga un propósito último, y que ese propósito haya sido revelado no solo en palabras, sino en una vida entregada, crucificada… y gloriosamente resucitada.
La Pascua no niega el dolor ni la muerte.Pero las atraviesa.
Y al otro lado, muestra un horizonte que no termina en la tumba, sino que se abre hacia la eternidad. En un tiempo donde el sufrimiento, la pérdida y la incertidumbre parecen imponerse con fuerza, la Pascua nos recuerda que lo definitivo no es la desesperanza.
El mensaje central de la resurrección es profundamente humano y, al mismo tiempo, absolutamente divino: la vida no es un accidente, ni un proceso ciego sin sentido. Hay una intención amorosa que atraviesa la historia, y en el Resucitado se hace carne, rostro, presencia.
Desde una visión que integra la admiración científica por el orden del universo y la profundidad espiritual de la Fe.
La Pascua aparece como la gran revelación: la muerte no es la frontera final. Si existe una lógica en el universo —una armonía que permite la vida y la conciencia—, entonces no es absurdo pensar que esa misma lógica esté orientada al amor, a la comunión, al renacer.
La resurrección no es solo una promesa para después de la muerte, sino una invitación a vivir ya, aquí, en una clave nueva.