El otro como medicina
No es un predicador ni un gurú. Trata de buscar —aunque pudiera parecer extraño— cómo ser feliz. Lo hace desde la escritura, desde la conversación. Pero lo que más le importa no es el éxito, sino el sentimiento.
Estudia el bienestar como un alquimista moderno, y ha llegado a una conclusión poderosa: dar a los demás es la cura más profunda para el dolor propio.
A veces, el alma duele sin tener dónde.
Duele como duele la lluvia en los huesos, como el eco de un abrazo que no llegó. Y entonces uno se enrosca hacia adentro, como caracol asustado, buscando alivio en la penumbra del yo. Pero aprende —y enseña — que la salida no está hacia dentro, sino hacia afuera. Que el bienestar emocional no se encuentra acumulando, sino ofreciendo.
Dar, no como quien se sacrifica, sino como quien se encuentra.
Porque el acto de dar —una mano, una palabra, un pan, una sonrisa— tiene la extraña alquimia de transformar el dolor en sentido, y el vacío en conexión.
Dar puede ser tan simple como preparar un café sin que se lo pidan. Como mandar un mensaje que diga “pensé en vos”. Como escuchar sin mirar el reloj. Como ofrecer asiento en un tren repleto.
Como frenar para dejar pasar a alguien con apuro, como cubrir a un compañero que llegó tarde, como preguntar “¿cómo estás?” y quedarse a esperar la respuesta.
Y yo conozco a esas personas, que representan a tantas otras, son mis amigos, mis amigas: Conchi, Eva, Claudia, Hilda, Fabiancito, Emilio, Antonio, solo por citar a algunos.
Recibir también es un arte.
Es aceptar la comida que llega cuando uno está roto. Es dejarse abrigar cuando se nota el frío. Es no cerrar la puerta cuando alguien insiste en hacer compañía.
Los científicos, con sus microscopios y gráficos de colores, también lo confirmaron.
Cuando alguien da, aunque sea poquito, aunque sea una migaja, el cuerpo responde con un canto químico: endorfinas, dopamina, serotonina. Analgésicos del alma, medicina sin receta. Los actos de bondad iluminan el cerebro como una ciudad en fiesta.
Esto ya lo sabían los abuelos.
Lo sabían las abuelas que compartían el caldo en cuencos de barro, y los vecinos que arreglaban techos ajenos sin esperar nada más que el calor de saberse útiles. Lo sabían los niños que daban su juguete roto como si fuera un tesoro.
El altruismo, entonces, no es una limosna del que tiene al que no tiene.
Es un puente. Un espejo. Un idioma que no necesita traducción. Es el arte de recordarnos humanos, de ver al otro como parte de uno mismo. Porque en el fondo, dar no es perder: es multiplicarse.
Dar y también saber recibir.
Que no es fácil. Porque el orgullo, ese perro flaco, muchas veces muerde la mano tendida. Pero aceptar también es un acto de amor. Cierra el círculo. Sella la danza. Y cuando el círculo gira, y alguien da, y alguien recibe, y ambos se miran a los ojos —sin deuda, sin balanza—, sucede el milagro: el dolor se diluye un poco, el corazón se ensancha, y la vida, por un segundo, se vuelve canción.
Dicen que el mundo anda roto.
Que hay demasiada tristeza flotando en el aire. Tal vez. Pero si es cierto que cada acto de generosidad enciende una chispa, entonces todavía hay fuego. Entonces todavía hay esperanza.
Entonces, que no falten manos. Que no falten gestos.
Que no falten quienes dan. Porque en este mundo que a veces duele tanto, el otro puede ser —si se lo permite— la mejor medicina.