La ostentación: “dime de que presumes y te diré de que careces”

Caminan por las calles con zapatos de oro, se visten de marcas que no conocen, y sonríen con dientes blanqueados de tarjeta de crédito.  Hablan fuerte para que todos escuchen cuánto vale su auto, cuánto pesa su reloj, cuántos ceros tiene su cuenta. Dicen: “Éxito”, y suena como una bofetada. Pero por dentro, hay eco. Solo hay vacío.

Hay vacío disfrazado de aplauso, hay carencia con perfume caro.

Porque no se trata de lo que uno tiene, sino de cuánto necesita mostrarlo. Porque quien más presume, menos cree en su propia luz. Y por eso la enciende con chispas ajenas.

La ostentación es el arte triste de esconder.

La inseguridad con el brillo del oro. Es la vanagloria de quienes, por miedo a ser olvidados, se gritan al mundo con etiquetas. Yo conocí a muchos así. Viven rodeados de lujos y mueren de frío. No hay abrigo más pobre que el que solo cubre el cuerpo.

A la ostentación le gusta el espejo.

Se mira, se admira, se inventa. No le interesan los otros, solo su reflejo. Y en esa imagen brillante, pixelada, editada, cree encontrar su alma. Pero no la encuentra. Porque el alma no se muestra en vitrinas, ni se mide en “likes”.

Los ostentosos no hablan con el corazón, hablan con la etiqueta puesta.

Si lloran, lo hacen con lágrimas secas de gala. Si aman, preguntan primero si el otro les “suma”. Si ayudan, se toman una selfie.

Creen que el éxito es un podio, no un camino. Que la dignidad se compra, que la humildad es de perdedores.

Pero la humildad —esa sí— no necesita micrófonos. Brilla en silencio, como la luna llena en una noche sin testigos.

Los vi en fiestas que parecían vitrinas.

Riendo, posando, fingiendo. Mientras tanto, la vida pasaba por la puerta de atrás. Y ellos no la veían, ocupados como estaban en impresionar a fantasmas. Porque quien vive para mostrar, termina vacío de lo que importa. Y quien mide su valor en cosas, nunca sabrá cuánto vale el calor de una mano sincera.