¡Cuidado con “el enano racista que llevamos dentro”!

Hay un “enano racista”, decía la periodista italiana Oriana Fallaci (1929-2006) que vive entre nuestras costillas. No grita, pero susurra. No insulta, pero bromea. No golpea, pero observa con desconfianza. A veces se disfraza de chiste, a veces de tradición, a veces de costumbre familiar. Y lo peor: a veces habla con nuestra propia voz.

En Argentina, el enano se pasea por las calles con impunidad. A los bolivianos se los llama “bolitas”, a los paraguayos, “paraguas” —como si fueran objetos, no personas. A los judíos, “rusos”; a los árabes, “turcos” —como si la ignorancia también tuviera gentilicio. En los barrios, si alguien trabaja de sol a sol, “labura como un negro”. Si alguien tiene la piel más oscura, lo invitan a “no meterse en quilombo”, porque “seguro algo habrá hecho”.

En la República Dominicana, donde el sol besa a todos por igual, se blanquea la historia y se reniega del Haití hermano. El “pelo malo” se alisa, la nariz se afila, y la negritud se esconde bajo capas de cremas aclarantes y vergüenza heredada.

En Guatemala, los mayas sobreviven no solo al saqueo colonial, sino también al desprecio contemporáneo. Se les admira en los museos, pero se les ignora en las urnas. Son patrimonio cultural, sí, pero que no se te ocurra que un indígena aspire a ser presidente.

En México, un país donde la mayoría es mestiza, la televisión sigue siendo más blanca que la leche. Ser güero es un elogio, ser moreno es una desventaja social que ni los títulos universitarios lavan.

En España, los africanos o los moros llegan en pateras. A los latinoamericanos, “sudacas”. Y a los mexicanos, “panchitos”. El desprecio viaja en diminutivo. El enano racista también aprende idiomas.

En Italia, el racismo viene envuelto en papel de nostalgia. Se añora un pasado fascista con una sonrisa torcida. El inmigrante no es persona, es amenaza, es cifra, es problema.

En los Estados Unidos, donde un policía puede disparar por miedo a un color de piel, el racismo ya no se esconde: se televisa. Se grita en marchas, se pinta en murales, se escribe en lápidas.

Y en Alemania, donde la historia dejó cicatrices profundas, aún se alzan cabezas rapadas que niegan lo que el mundo ya juró no repetir.

Y la lista y países sigue…

Pero no todo está en los noticieros.

A veces el racismo está en el ascensor, en la mirada que baja la cartera al ver a un joven moreno. En la abuela que aconseja no casarse con alguien “muy oscuro”. En el algoritmo que no reconoce rostros negros. En el amigo que dice: “yo no soy racista, pero…”

El enano racista no siempre es malvado. A veces es simplemente ignorante.

A veces repite lo que escuchó, lo que le enseñaron. Vive en la broma que no cuestionamos, en la palabra que no corregimos, en el silencio que guardamos.

Como decía, el escritor uruguayo Eduardo Galeano (1940-2015): “El racismo no tiene cura, pero tiene vergüenza.”
Y tal vez allí está la clave: en que nos avergüence. En que lo nombremos. En que lo arranquemos, aunque sea un poco, del espejo.