La templanza como virtud
La templanza no hace ruido. No entra pateando la puerta, ni pide medallas.
Pero ahí está. En las manos que tiemblan y aún así acarician. En los cuerpos heridos que siguen caminando. En los ojos que lloran y miran de frente. Es fácil confundirla. Hay quienes la llaman debilidad, otros la confunden con sumisión. Pero no: la templanza es una fuerza tan vieja que ya no necesita probarse.
Es la entereza que aparece cuando todo alrededor se desmorona.
La que nos permite seguir cuando el miedo aprieta, cuando el cuerpo falla, cuando la noticia llega y parece que el mundo se detiene. Uno puede desperdiciarse en causas pequeñas.
Gritar porque el café está frío. Enfurecerse por un gesto mal leído.
Vivir a la defensiva como si todo fuera guerra. Pero cuando la enfermedad llega —como un ladrón, como sombra, como naufragio—, uno entiende. Que la rabia es cara. Que el tiempo no se regala. Que el verdadero coraje no es rugido, sino templanza.
Templanza es el enfermo que sonríe.
El que agradece al médico, aunque duela. El que respira profundo antes del próximo pinchazo. Es la madre que acompaña, el hijo que no se va, el amigo que no pregunta solo está. Es aceptar sin rendirse. Luchar sin odiar.
En esos días en que la salud se quiebra y el futuro se vuelve niebla, la templanza es ancla. Nos impide hundirnos en la desesperación. Nos recuerda que aún rotos, podemos ser enteros.
En medio del dolor, elegir las batallas.
A no perder energía en discusiones vanas. A no malgastar la voz en quejas estériles. Porque cuando el cuerpo duele, uno aprende: no todo merece respuesta. No todo merece la guerra. Hay guerras sagradas. Las otras, que se las lleve el viento.
En tiempos de salud, la templanza parece virtud decorativa. En la enfermedad, es sobrevivencia. En la cotidianidad, se la olvida. Pero cuando el suelo se parte, es ella la que sostiene.
La templanza no nace sola. Se hace.
Se cultiva en el silencio de las madrugadas largas, en los pasillos de hospital, en los resultados que no se quieren abrir, en los “no sabemos todavía”. Se forja con cada respiro consciente, con cada “estoy acá” que uno se dice sin saber cuánto aguanta.
También se contagia. A veces basta con ver a alguien que no se quiebra, que camina firme, aunque esté hecho pedazos por dentro, para que algo en uno también se enderece. La templanza es generosa: no se guarda, se ofrece. Se comparte con una mirada, con una mano que aprieta otra sin hablar.
Cuando parece que ya no queda nada, ella aparece.
Como una raíz bajo tierra que no se ve, pero sostiene al árbol entero. Esa raíz nos permite decir: “Hoy no pude con todo, pero mañana lo intento otra vez”.
Porque hay dolores que no se curan, pero se transitan.
Y en ese tránsito, la templanza no es el alivio, pero sí el paso. No es la victoria, pero sí la dignidad. Y eso, al final, puede ser incluso más importante que ganar. La templanza no busca ser fogata. Pero abriga. Y en la oscuridad, basta con una chispa para no rendirse del todo.
No solo en la enfermedad. También en el trabajo.
Donde a veces el cansancio se disfraza de mal humor y las metas parecen más importantes que las personas. Donde la tentación de reaccionar con prisa o dureza puede más que la pausa. Allí, la templanza es saber cuándo callar, cuándo respirar antes de responder, cuándo priorizar el respeto por sobre la razón.
En la vida familiar, la templanza es el arte de convivir.
De no devolver gritos con más gritos. De entender que amar no siempre es coincidir, pero sí cuidar. Es ceder sin perderse, es sostener sin imponer. Es recordar que incluso en los vínculos más cercanos, la serenidad puede ser más útil que la pasión desbordada.
En el día a día, la templanza es saber que no todo lo que molesta merece atención.
Que el tráfico no merece nuestra furia. Que una mala cara en la calle no debe arruinarnos la mañana. Es elegir qué nos afecta. Es no dejar que lo externo nos robe la paz interna.
Porque vivir también duele. No solo enfermar. Y ahí, en cada momento simple, en cada gesto cotidiano, la templanza también puede ser un acto de valentía.