«Dios bajó a la tierra vestido de mendigo”
Hay voces que el viento arrastra como semillas rebeldes, germinando en los surcos de la memoria. Facundo Cabral (1937-2011) fue una de ellas: trovador de las calles, profeta de lo efímero, hombre que tejía versos con hilos de soledad y esperanza. Lo conocí en un estudio de radio reducido, donde el humo de sus palabras se mezclaba con el café frío y las risas de María Eugenia y Juan Martín.
Hoy, mientras la tarde madura sobre Madrid y las sombras se alargan como suspiros, rescato aquel relato que él narraba con ojos de niño viejo: una fábula sobre la abundancia escondida en los pliegues del asombro.
El pueblo dormitaba bajo un cielo de plomo aquel día en que Dios bajó a probarse los zapatos de la humanidad.
No llegó con túnica ni trompetas, sino vestido de polvo y uñas agrietadas. Sus pasos, cansados de tanto andar entre desengaños, se detuvieron frente al taller de un hombre que mordía clavos mientras remendaba suelas. Era un zapatero de mirada opaca, de esos que miden la vida en monedas y creen que la felicidad cabe en una billetera.
—Hermano —susurró el mendigo, y su voz sonó a río seco, a tierra agrietada—, estas sandalias son mi único mapa. ¿Podrías darles otro camino?
El zapatero apretó el martillo con fastidio:
—¡Todos piden, nadie da!!
—Yo te daría lo que anhelas —respondió el vagabundo, mientras una sonrisa le brotaba entre las arrugas.
—¿Diez millones de dólares? —escupió el hombre, desafiante.
—Te daría cien, pero quiero tus brazos.
—¿Y para qué quiero riquezas si no podría abrazar a mi hijo?
—Mil millones… a cambio de tus ojos.
El zapatero miró entonces hacia la ventana: su mujer tejía en silencio, su hija pequeña perseguía una mariposa con las manos manchadas de tiza. Afuera, el panadero saludaba a un perro callejero. Un rayo de sol se colaba entre las nubes, dibujando un puente dorado sobre el yeso de la pared.
-Para que quiero ese dinero si no puedo mirar a mi mujer, a mis hijos, a mis amigos, ¿al barrio y su paisaje?
—¿Ves? —murmuró el mendigo, recogiendo una lágrima del suelo—. Eres dueño de un reino que ningún banco puede guardar.
Y así, entre clavos y cueros rotos, Dios le mostró la contabilidad del alma:
Que cada abrazo es un tesoro sin tasa, que los atardeceres no se pagan con oro, que la risa de un niño vale más que todo el dinero del mundo. El zapatero, con los dedos temblorosos, comenzó a remendar las sandalias sin preguntar el precio.
Facundo solía cerrar esta historia diciendo que «la vida no es una resta, sino una suma de instantes prestados».
Hoy, mientras las palabras se mecen en el aire como hojas otoñales, pienso que quizás la verdadera abundancia está en aquello que damos sin contar: un pan compartido, una mirada que sostiene, un silencio que acompaña.
Al fin y al cabo, ¿qué somos sino mendigos intercambiando dones en el umbral de lo eterno?