Hay quienes dan sin esperar
Gente que entrega sin balanza, sin registros, sin la ansiedad de la recompensa. Él era uno de esos. No sabía de deudas ni de contabilidades afectivas. Si veía un vacío, lo llenaba; si encontraba una tristeza, la acunaba; si alguien caía, ofrecía la mano. No había cálculo en su bondad, solo un impulso natural, casi ingenuo, de hacer el bien.
Algunos lo llamaban tonto, otros decían que era un iluso.
En un mundo donde el intercambio es norma, donde todo favor parece venir con letra pequeña, su actitud resultaba casi sospechosa. Pero a él no le importaba. No esperaba nada más que una sonrisa, un gracias murmurando en el aire, y eso le bastaba. No buscaba reconocimientos, ni monumentos, ni siquiera la certeza de que su gesto perduraría en la memoria del otro. Porque su generosidad no era estrategia, sino esencia.
Sabía que en la vida hay quienes acumulan y quienes reparten.
Y él, desde siempre, se inclinó por el reparto. No tenía grandes riquezas ni acumulaba tesoros materiales. Su capital eran los gestos, esas pequeñas cosas que para muchos son invisibles pero que, en el momento justo, pueden cambiar un día o una vida. Devolvía objetos perdidos, ofrecía un oído atento, daba abrigo a quien temblaba. Y no necesitaba que la gente se quedara a rendirle tributo. Con ver que alguien respiraba mejor, con notar un destello de alivio en una mirada, ya sentía que había valido la pena.
Pero no todo el mundo entendía su manera de ser.
Había quienes desconfiaban, que le preguntaban qué ganaba con tanta entrega. Y él, simplemente, sonreía. No hacía falta explicarlo. Porque, en el fondo, sabía que los que preguntaban eran los que nunca habían sentido el placer de dar sin motivo. No conocían la alegría secreta de ofrecer sin el peso de la espera. No habían sentido la liviandad de no deberse nada a sí mismos.
A veces, en noches silenciosas, se preguntaba si no sería cierto lo que decían los otros.
Si tal vez era un ingenuo, un soñador anacrónico en un mundo de cuentas y balances. Pero luego, al día siguiente, cuando veía a alguien sonreír por su causa, cuando un pequeño gesto suyo lograba iluminar un rincón ajeno, todas las dudas se disipaban. Porque al final, en su lógica de generosidad, esa era la única ganancia que importaba. Y aunque el mundo insistiera en tasar y medir, él sabía que algunas cosas, las más valiosas, solo pueden ser dadas sin precio ni exigencias.
Así era él.
Y así, sin contratos ni promesas, dejó su huella en corazones que tal vez nunca volvieron a verlo, pero que, en algún momento, recordaron su bondad con una sonrisa. Y con eso, él ya había ganado.