No somos buenos para todo. Y eso está bien

Un delantero que vuela como el viento en un club, pisa otro vestuario y no encuentra las alas. Un gerente financiero que hace maravillas con los números se pierde entre las personas cuando lo nombran jefe de todo.

Un encantador de periodistas y de cámaras que logra amores en el mercado, se encierra en sí mismo cuando le entregan el timón de la nave. Un programador, mago de los algoritmos, se ahoga en las aguas turbias de la política interna cuando le ponen traje de jefe.

Un creativo de avisos geniales, de ideas chispeantes, termina apagado cuando lo sientan en la silla del director. Un maestro del detalle naufraga en la estrategia. Un vendedor imbatible desfallece al tener que mirar el balance. Un obrero del esfuerzo pierde el rumbo cuando le piden que trace el mapa.

No somos buenos para todo

Nacemos con dones, sí. Pero también con límites, con fronteras invisibles dibujadas en la piel. Rodearse de gente más inteligente que uno no es solo un acto de humildad. Es un acto de astucia. Es entender que la inteligencia no es un espejo único, sino un mosaico de piezas distintas.

Los verdaderos líderes no son los que saben de todo, ni los que todo controlan. Son los que saben escuchar a quienes saben más. Son los que siembran confianza, para cosechar talentos. Son los que abren espacios, para que otros corran donde uno ya no puede.

La empresa —como la vida— no se construye solo con ladrillos de habilidad. También hace falta el cemento invisible del respeto. Y el agua viva de la gratitud.

No es un signo de debilidad reconocer lo que no sabemos hacer. Es un signo de coraje

Porque solo el que acepta su fragilidad puede caminar firme. Y solo el que no teme su sombra puede abrirse al sol de los otros.

Los jefes que pretenden ser dioses terminan solos, adorados por estatuas de piedra. Los que se reconocen humanos son los que fundan tribus de carne, hueso y corazón.

Y tal vez, en el fondo, se trate de eso: De reconocer que, en este negocio de vivir, ganan los que entienden que no todo es negocio. Que el talento, como la vida, florece en libertad.

Un ego enorme, sin embargo, actúa en dirección opuesta:

Impone, exige, controla. Quien tiene un ego desmedido tiende a ver el talento de los otros como amenaza y no como riqueza compartida. En lugar de permitir que las capacidades ajenas florezcan, busca dominar y centralizar, asfixiando la libertad que el talento necesita para crecer.

El ego grande no sabe soltar el control ni aceptar que otros puedan brillar más en ciertos aspectos. Esto termina aislándolo, empobreciendo los equipos, y cerrando caminos que solo la humildad y la apertura pueden abrir.

El ego gigantesco promete grandeza, pero conduce a la soledad. En cambio, reconocer límites y valorar la libertad de los otros no solo enriquece el camino, sino que también nos permite compartir el viaje.