“La balanza rota”: proporcionalidad y cicatrices
La violencia cotidiana no solo se mide en golpes: se cuenta en segundos de desprecio, en centímetros de espacio negado, en toneladas de silencio cómplice.
En la fila del supermercado, alguien avanza con el carrito como si fuera un tanque, aplastando los talones ajenos. En el ascensor, otro finge no ver a quien llega corriendo, y cierra las puertas con una sonrisa de triunfo mínimo. Son gestos que se acumulan, gotas que horadan la piedra de la dignidad.
Pero ¿qué es la proporcionalidad en un mundo donde el dolor no tiene unidades de medida?
En las calles, un conductor responde a un roce leve con el volante con un frenazo brusco, como si una rayadura en la pintura justificara convertir la calle en un campo de batalla.
En las redes, un comentario anónimo desata una avalancha de odio desproporcionado: «Te equivocaste en una coma, así que mereces que destruyan tu vida».
La lógica es la misma que en las guerras: un ojo por un ojo, pero terminamos todos ciegos, tropezando con las ruinas de lo que pudimos ser.
Las guerras…
Esas que llevan banderas y discursos grandilocuentes, también hablan de «proporcionalidad». Los generales la invocan para justificar bombas «quirúrgicas», como si la muerte pudiera ser precisa.
Pero no solo los estados juegan con fuego en nombre de la justicia. Las guerrillas, autoproclamadas ejércitos del pueblo, también esgrimen la proporcionalidad como escudo. ‘Cada ataque es respuesta a la opresión’, claman, mientras sus minas artesanales destrozan piernas campesinas y sus secuestros dejan niños huérfanos. Hablan de ‘daños necesarios’, como si la sangre de un policía borrara décadas de abandono estatal. ¿Dónde está el equilibrio cuando un fusil anticuado responde a tanques, y la venganza se disfraza de liberación?
Los políticos calculan daños colaterales en porcentajes, como si un niño enterrado bajo los escombros fuera un error estadístico. «Solo respondemos al ataque anterior», dicen, mientras los misiles arrasan barrios enteros y los hospitales arden. Pero ¿cómo equilibrar una balanza cuando un lado tiene lágrimas y el otro, acero?
En lo cotidiano, la proporcionalidad se vuelve un arma de doble filo.
El jefe que exige horas extras sin pago alega: «Todos hacemos sacrificios». El padre que grita a su hijo por un vaso roto: «¡Así aprenderás!». Son réplicas desmesuradas, incendios que nacen de una chispa.
Y, sin embargo, cuando la violencia es histórica —cuando viene de siglos de pobreza estructural, de puertas cerradas—, la idea de «medir» la respuesta suena a burla. ¿Cómo exigir calma a quien ha vivido con la rodilla de otro en su cuello?
En las guerras invisibles, las de las economías asfixiantes, la proporcionalidad es un mito.
El salario que no alcanza, el banco que embarga la casa: ¿qué respuesta sería «equilibrada» ante esto? ¿Llorar en silencio? ¿Firmar una queja en papel sellado? Mientras, en las fronteras, los mismos Estados que hablan de «medida justa» levantan muros altos como montañas y deportan sueños en aviones custodiados por fusiles.
Hasta el lenguaje traiciona.
En los conflictos bélicos, llaman «daño colateral» a una familia evaporada por un dron. En la vida diaria, etiquetan como «sensibilidad» al dolor de quien sufre el racismo, el machismo, la humillación constante. «No es para tanto», repiten, mientras niegan visas, oportunidades, medicinas. La proporcionalidad, aquí, es una trampa: pide a los oprimidos limitar su rabia, pero nunca exige a los opresores frenar su abuso.
La violencia se alimenta de espejos deformantes.
Un hombre insulta a otro en el tráfico y, minutos después, llega a casa y golpea la pared porque la cena está fría. Un gobierno bombardea una ciudad y, al día siguiente, anuncia «medidas de contención» contra los refugiados que huyen de las llamas. El ciclo no se rompe con más cálculos, sino con la ruptura radical de la lógica del castigo.
¿Y si la verdadera proporcionalidad fuera la del cuidado?
En vez de devolver el empujón, preguntar: «¿Estás bien?». En vez de replicar el insulto, ofrecer un vaso de agua. En las guerras, sería detener la mano antes de apretar el gatillo, escuchar el llanto entre los escombros, entender que ningún botín justifica el horror.
Alguien dirá que es ingenuo.
Pero ¿qué es más desproporcionado: un misil que estalla una escuela o una mano tendida en medio del caos? La geometría del daño no tiene fórmulas. Tal vez, como escribió un poeta entre ruinas, “la única medida válida sea la que no se calcula: la que elige no herir, aunque todo a su alrededor grite que es el turno de golpear.”
Al final.
En las guerras y en las cocinas, bajo los trajes y los uniformes, late la misma pregunta: ¿seguiremos midiendo el dolor con la misma vara que lo causa, o inventaremos una nueva matemática, donde la única proporción que importe sea la del corazón que late junto al otro?