Batallas y silencios
Hay batallas que nos llaman con gritos de trueno, pero son sólo ecos huecos. Hay otras, pequeñas, silenciosas, que laten en la hondura del pecho y que valen toda la sangre.
No todas las guerras son nuestras.
No todos los incendios merecen que entreguemos el agua de nuestra vida. La vida, tan breve y terca, no alcanza para luchar en todos los frentes. Y entonces, como quien elige qué semillas sembrar en la tierra reseca, debemos escoger nuestras batallas.
¿A qué guerra le das tu nombre? ¿En qué lucha dejas tu alma?
Porque hay peleas que sólo desgastan, y hay otras que te construyen mientras te destruyen, y en su fuego descubres quién eres. No se trata de luchar menos. Se trata de luchar mejor.
A veces, el mayor acto de coraje no es levantar la voz, sino bajarla.
No es enardecerse, sino callar. Entender que no estamos obligados a convencer a nadie, que no siempre hay que ganar, que no todo desacuerdo merece convertirse en guerra.
La madurez se mide también en silencios.
En esas veces en que, pudiendo discutir, elegimos sonreír y seguir caminando. Porque ganar una discusión puede ser barato, pero perder la calma es carísimo.
Hay silencios que son más elocuentes que cualquier grito. Hay renuncias que no son cobardía, sino sabiduría. El mundo no necesita más voces que se griten, sino corazones que se escuchen. No todo merece nuestra rabia, no todo exige nuestra respuesta.
A veces, el alma no quiere tener razón: quiere estar tranquila.
Y ese pequeño acto de elegir la paz, sin discursos, sin dramatismos, es una victoria secreta que no necesita testigos.
Aprender a elegir nuestras batallas es también aprender a elegir nuestra felicidad. Es entender que no todo lo que nos provoca merece nuestra energía, y que a veces, dejar ir, es otra forma de abrazar la vida.