El deterioro
El tiempo no avanza. Rueda. Como una piedra por la ladera del alma, como una moneda que gira sobre su canto, como una grieta que no avisa, pero siempre llega.
En la vida, el deterioro no entra por la puerta:
Se filtra. Por las hendijas de la rutina, por las comisuras de las sonrisas falsas, por los silencios que ya no son cómodos. Llega sin que uno se dé cuenta, y cuando uno lo nota, ya ha tomado asiento. Se acomoda en las rodillas que crujen, en las memorias que confunden nombres, en los espejos que no devuelven el reflejo esperado. El deterioro no es muerte, es la espera. El cuerpo que sabe que está cediendo, que antes podía correr y ahora apenas camina, que antes reía sin miedo y ahora calcula el costo de cada carcajada.
En el amor, el deterioro no grita. Susurra.
Dice cosas que antes no se decían. O deja de decir lo que alguna vez fue pan sagrado: “te quiero”, “qué linda estás”, “me hiciste falta”. Se instala en el beso que llega tarde, en la mano que ya no busca, en la cama que se agranda, aunque el colchón sea el mismo. Es el olvido de los detalles, es el cumpleaños que no se recuerda, es el perfume que ya no estremece. Y, sin embargo, ahí sigue, el amor, herido pero terco, esperando que lo salven como a una flor que aún no ha muerto del todo, aunque el agua ya no llegue.
En el arte, el deterioro se llama olvido.
La obra que nadie mira, la canción que nadie canta, el poema que duerme en una biblioteca cerrada. Se pudre el papel, se apaga la tinta, se enfría el lienzo. Pero también hay deterioro en lo que sobrevive: en las galerías que convierten el arte en cifra, en los críticos que disecan el alma de un trazo, en los museos que embalsaman la rebeldía. Duele más el deterioro que viene disfrazado de prestigio que el que llega con la lluvia. Porque al menos la humedad no finge.
Sin embargo, hay belleza en el deterioro.
La arruga es memoria. La grieta es historia. La ruina es testigo. Lo deteriorado sabe cosas que lo nuevo ignora. El amor gastado sabe amar sin expectativas. El cuerpo que duele agradece más intensamente cada paso que aún puede dar. La obra olvidada espera como un secreto que no se rinde.
Tal vez el deterioro no sea el enemigo.
Tal vez sea el precio de haber vivido, de haber amado, de haber creado. Y en ese precio, a veces, brilla lo más humano que tenemos. Como quien mira una silla vieja y ve en ella no solo el polvo, sino todas las veces que sostuvo un descanso, el deterioro —cuando se mira con amor— también puede sostenernos.