Evangelios para quienes creen… y para quienes aún no

Jueves Santo

Todavía lo recuerdo. Fue esa noche. No hacía calor, pero Él se descalzó. Y no fue el único. Todos lo hicimos, sin que nadie lo pidiera. Era algo en el aire. Un respeto silencioso. Una especie de temblor. Antes de la cruz, hubo una toalla. Antes de que el mundo se quebrara, hubo agua. Manos. Y pan partido.

Jesús, que nunca tuvo casa propia —pero sí amigos verdaderos— se arrodilló. No fue un gesto teatral. Nadie lo esperaba. De pronto, estaba ahí, con la toalla al hombro y un cuenco de agua. Se acercó a cada uno de nosotros y nos lavó los pies. Los pies… esa parte del cuerpo que más carga, la que pisa el barro, la que se cansa, la que duele.

Y fue entonces cuando entendí: no vino a que lo adoráramos. Vino a enseñarnos a agacharnos. Mientras algunos sueñan con levantar torres para tocar el cielo, Él se agachó para tocar el alma. Sabía que todo lo que sube demasiado alto, si olvida sus raíces, termina cayendo. Por eso cavó hondo. Por eso fue hasta el corazón.

Decía: “El que quiera ser grande, que comience por lo pequeño”. Y mientras el mundo buscaba tronos, Él se acercaba a nuestras rodillas, a nuestra suciedad, a nuestra humanidad más baja y más real.

Esa cena… no fue una cena. Fue una revolución hecha de gestos suaves. Se partió el pan, sí. Pero también se rompieron las jerarquías. Fue la noche en que comprendí que amar no es subir, es bajar. Y que, si alguna vez Dios quiso dejar una herencia, no fue un templo ni un trono. Fue ese gesto.

Viernes Santo

Ese día, nadie dijo nada. No por respeto. Por miedo. Al mediodía lo colgaron. Lo llamaban “el Rey de los judíos”, pero lo trataron como a un criminal. Los soldados jugaban a los dados mientras el amor se desangraba en una cruz. Jugaban, como si el dolor fuera entretenimiento.

El cielo, dicen, se oscureció. Pero no fue por la muerte de Dios. Fue por la ceguera de los hombres. Porque seguimos matando lo que no entendemos, seguimos crucificando la ternura, seguimos vendiendo lo sagrado por monedas o por miedo.

Jesús… el que tocaba a los leprosos, el que hablaba con extranjeras, el que sanaba sin cobrar, el que hacía fiesta con los últimos… fue ejecutado. Y sí, quizás era culpable. Culpable de decir que el Reino no era de linajes ni de poder, sino de mesas compartidas, de justicia, de abrazos sinceros. Ese viernes no fue santo por la sangre, sino por el mensaje que esa sangre escribió en silencio: “No teman. No devuelvan el golpe. No se acostumbren al horror.”

Murió sin odio, sin rabia, sin arrepentirse. Murió como quien siembra. Y los que siembran, saben: hay que esperar. El fruto viene después. Y aunque todo parecía perdido, aprendimos algo: el amor verdadero… no se deja enterrar.

Domingo de Pascua

El tercer día… algo cambió. No hubo fuegos artificiales. No hubo trompetas. Solo un rumor. El sepulcro estaba vacío. Pero no era un vacío de muerte. Era un vacío lleno. Lleno de algo nuevo. El miedo se volvió canto. La muerte perdió su máscara.

Jesús apareció. No triunfante, no glorioso. Con cicatrices. No las escondió. Las mostró. Y al mostrarlas, nos dijo que el dolor no se niega: se abraza, se transforma. Los poderosos no supieron qué hacer con un resucitado. Esperaban un vengador. Él trajo desayuno a la orilla del lago. Esperaban castigo.

Él ofreció paz.

Para quienes creen, la Pascua es una certeza: que el amor es más fuerte que la muerte. Que la historia no está condenada a repetirse. Que incluso la piedra más inmensa puede moverse. Y para quienes no creen… también hay belleza aquí: la del oprimido que se levanta, la del pueblo crucificado que canta, la de la vida que, cuando se vive con dignidad, siempre resucita.

Epílogo: Para creyentes, y para los que aún están buscando

Al final, lo que permanece no es la cruz, sino el abrazo. No el dogma, sino el gesto. No el templo, sino la mesa compartida. No la doctrina, sino el ejemplo. Estos evangelios no exigen credenciales, solo presencia. Una mirada abierta. Un corazón dispuesto. Unas manos que no temen tocar el barro.

Y si alguna vez, en medio de tu ruido, ves a alguien arrodillarse para lavar los pies de otro, no te asustes. Es que sigue vivo. Y sigue susurrando: “Haced esto en memoria mía.” Y no hablaba solo del pan.