Mario Vargas Llosa: el escribidor que no pidió permiso

Murió Mario. No el político, ni el candidato, ni el columnista feroz.

Murió el escribidor, como a él le gustaba llamarse, ese que escarbó en las entrañas del poder con la única arma que no miente: la palabra.

Nació en el Perú, pero también nació en todas las ciudades donde la injusticia se viste de uniforme.

Fue perro en un colegio militar donde se entrenaba la obediencia a golpes, fue periodista desilusionado en una Catedral que no tenía santos, fue testigo de un país que se jodía sin avisar. Y fue hablador en la selva, escuchando a los que el progreso quería borrar.

En su juventud creyó, como muchos, que la revolución tenía voz de pueblo.

Aplaudió la utopía hasta que vio sus dientes. Se desencantó de los ídolos que mandaban a callar. Cruzó entonces al otro lado del espejo, y desde allí gritó “libertad” como quien escapa de una jaula, aunque a veces no supo ver que había otras.

Fue liberal, sí. De esos que creen en la razón como si fuera brújula.

Criticó dictaduras de derecha y de izquierda, y por eso lo quisieron y lo odiaron con la misma fuerza. Lo llamaron traidor, converso, profeta del mercado.  Él escribió igual. Porque su patria más fiel no fue un partido ni una bandera: fue la literatura.

Sus libros no pedían permiso.

Eran espejos rotos donde uno se miraba y no siempre le gustaba lo que veía. Eran heridas abiertas, preguntas sin dueño, y personajes que sangraban lo que los noticieros callaban.

Ganó premios, todos.

Pero lo que de verdad ganó fue la eternidad de quien supo narrar lo innombrable sin pedir perdón.

Hoy se fue Mario Vargas Llosa. Pero no del todo.

Se quedan sus perros, sus chivos, sus habladores. Se queda ese Perú roto que él escribió con rabia y amor. Se queda el escritor que no dejó de creer en la libertad, aunque a veces no supiera bien dónde vivía.

Murió Mario. Y nació una vez más en cada lector que aún se atreve a leer el mundo como él: sin miedo.