Los neurotransmisores del alma

Y un día, yo, fiel amante de la bioquímica, entendí que la ciencia no es fría, ni sorda, ni muda. Descubrí que en cada molécula vibra una historia, y en cada átomo, un poema. El conocimiento, entonces, no separa: une. Y la poesía no distrae: revela. Todo se toca.

Dicen que somos carne, hueso y pensamiento.

Pero también somos un laboratorio de suspiros, un mapa invisible de emociones que nos recorre por dentro. Somos los instantes que nos estremecen, y la química que los nombra sin que sepamos su lengua.

Mientras creemos que la vida empieza después de resolver todo, el cuerpo ya canta su propia sinfonía: el cortisol de la espera, la dopamina del intento, la oxitocina del encuentro. Cada emoción es una señal, un reflejo íntimo de lo que nos mueve o nos detiene.

La felicidad no vive en el mañana.

Vive en la sangre, en las miradas que nos abrazan, en los pequeños milagros que se encienden como luces de bengala. Este texto es un puente entre la ciencia del cerebro y la poesía del alma. Porque lo que sentimos no es solo químico, ni solo mágico. Es ambas cosas, bailando juntas.

Por largo tiempo, me pareció que la vida estaba a punto de empezar.

Y ahí, en esa espera, el cortisol —hormona del estrés— tejía su telaraña fina en los rincones del pecho. Es el químico que se activa cuando sentimos que algo falta, cuando lo perfecto aún no ha llegado. Se disfraza de calendario y reloj, de “todavía no”.

Pero siempre había algún obstáculo.

Los obstáculos no son enemigos. Son dopamina dormida, esperando activarse. La dopamina, esa chispa que se enciende ante el reto, que nos empuja hacia la meta. Sin obstáculos, no habría recompensa. Y sin recompensa, no hay viaje.

Ahí empezaba la vida.

Pero la vida no empieza después. La vida es ahora, y él ahora se vive con oxitocina, el abrazo químico. Esa sustancia que se libera cuando hay conexión, cuando alguien nos mira y vemos en sus ojos un hogar.

Al final comprendí que estos obstáculos fueron mi vida.

Y ahí es donde entra la serotonina, que no grita, que no corre, pero da equilibrio. Ella es la aceptación serena, la paz de saber que el camino era el destino.

No existe un camino hacia la felicidad. La felicidad es el camino.

Y en ese caminar aparece la endorfina, el suspiro del alma. La que nos regala pequeñas euforias, como un buen chiste, una canción bien bailada, o un recuerdo que vuelve como brisa.

Atesora cada momento.

Porque cada momento vivido de verdad, activa todo el concierto químico del alma:

El GABA, que calma las tormentas. La acetilcolina, que nos hace recordar con nitidez. La noradrenalina, que nos prepara para el asombro. Y todos ellos, tocando una sinfonía que se llama «presencia».

Y así comprendemos que no estamos rotos, ni perdidos.

Estamos vivos. Somos seres neuroquímicos con alma de poeta, cruzando un mundo de incertidumbres con el corazón latiendo y el cerebro creando luces.

Cada neurotransmisor es un idioma secreto que el cuerpo habla cuando ya no hay palabras. La oxitocina cuando amamos, la serotonina cuando aceptamos, la dopamina cuando soñamos. Y cuando lloramos, también: porque hasta las lágrimas son químicamente sagradas.

Atesorar un momento no es una consigna cliché.

Es un acto biológico, emocional y eterno. El tiempo no espera, es cierto, pero nosotros sí podemos detenernos. Respirar.  Sentir. Agradecer. Y seguir.

Porque no hay receta para la vida, pero sí hay ingredientes: un poco de ciencia, una pizca de arte, y todo el amor que podamos regalar.

Y si todo esto que sentimos tiene nombre químico, entonces bendita sea la química del alma.