La paciencia, según mi abuela
«Paciencia, mijito. Que todo llega.»
Eso decía mi abuela María de la Natividad, con las manos arrugadas de tanto fregar platos y de tanto esperar. Esperó a su marido que volvió tarde del bar, esperó a los hijos que se fueron a la ciudad, esperó que un día el pan alcanzara para todos en la mesa. Esperó sin reloj, porque el tiempo le pesaba más en los huesos que en la muñeca.
La paciencia, para ella, era un oficio. Como bordar, o rezar. Algo que se aprendía con los años y el silencio.
Pero la paciencia, aunque tenga cara de virtud, también puede tener filo.
Porque a veces nos enseñan a ser pacientes para que no reclamemos, para que no molestemos, para que no preguntemos por qué las cosas no cambian. Y así se nos pasa la vida en la fila, en la espera, en el ya vendrá.
Nos dicen: tené paciencia, que el trabajo de tus sueños va a llegar. Tené paciencia, que el amor verdadero se va a aparecer. Tené paciencia, que el mundo va a mejorar. Pero no nos dicen qué hacer con la espera cuando se nos empieza a pudrir por dentro. Cuando se transforma en resignación.
Y es que la paciencia tiene dos caras.
Una te abraza, te da fuerza para aguantar el temporal, te enseña que no todo florece en primavera. Es esa calma que se sienta contigo en el banco de la plaza, te dice que respires y que no todo se resuelve a los gritos. Esa paciencia es sabia. Te ayuda a entender que hay cosas que no dependen de uno, que hay que dejar que el río fluya a su ritmo.
Pero la otra cara… ay.
La otra es traicionera. Te adormece. Te dice que esperes y te vas quedando quieto. Te vas acostumbrando. Primero a la promesa, luego al consuelo, más tarde al olvido.
Hasta que un día —y siempre llega ese día— la paciencia se te rompe como un vaso de vidrio fino. No hace ruido. Pero corta. Y corta hondo.
Y ahí entendés que no hay que tenerle paciencia a todo.
Que hay dolores que no se curan esperando.
Que hay injusticias que no se enfrentan callando. Que hay trenes que no llegan si uno no se anima a caminar por las vías. Que a veces, para que las cosas cambien, hay que dejar de esperar y empezar a andar.
Mi abuela decía «todo llega», pero se le olvidó decir que a veces también hay que salir a buscarlo.
Gracias, abuela.
Por tus manos de tierra y jabón, por tus silencios que decían más que los libros. Por enseñarme que no hay que saber leer para saber mirar la vida de frente. Vos, que no fuiste a la escuela, pero entendías del alma.
Vos, que venías de Asturias cargada de historias que no estaban escritas, pero que vivían en tus gestos, en tus ojos.
Me enseñaste a tener paciencia, sí, pero también a reconocer cuándo ya no sirve. Me enseñaste a esperar sin rendirme, y a levantarme sin permiso. Me diste la fuerza de tus montañas, el temple de tus olas, y ese corazón tozudo que no se deja vencer.
Todo lo que soy tiene un poco de tu voz. Gracias, por tanto. Aunque nunca usaste tinta ni papel, tu sabiduría quedó tatuada en mí para siempre.