La danza de la memoria y el olvido
La memoria tiene sus caprichos, como esos viejos amigos que aparecen cuando uno menos lo espera.
Guarda lo que quiere, borra sin pedir permiso y, de vez en cuando, nos regala una postal del pasado cuando más la necesitamos… o cuando menos la soportamos.
Hay quienes lo recuerdan todo, y no necesariamente es una bendición.
Esos memoriosos sin tregua llevan consigo un archivo que no cierra nunca, donde lo importante se confunde con lo banal, y la nostalgia se vuelve un huésped que no paga alquiler. Muchos de ellos arrastran culpas antiguas, amores no resueltos, palabras que debieron decirse y silencios que pesaron como piedras.
El olvido, en cambio, suele ser mal entendido.
No es traición, ni desmemoria deliberada. Es una especie de bálsamo, una tregua que nos da la vida para no vivir atrapados en las mismas escenas una y otra vez. Es, quizás, la forma más discreta del perdón.
A veces pienso en esas personas que viven prisioneras de sus propios recuerdos, como si su mente fuera una casa con todas las luces encendidas a la vez. No hay descanso allí. No hay paz. Solo el eco de lo que fue, y de lo que nunca será.
Pero el olvido también tiene su ritmo, su manera suave de acariciar los bordes de la memoria sin borrarlos del todo. Nos permite seguir, cambiar de página, respirar. No es abandono, es una forma de cuidar lo que duele. Porque olvidar, a veces, es una manera de recordar sin romperse.
Pienso que memoria y olvido no son enemigos.
Se necesitan. Se completan. Bailan, como dos viejos amantes que ya se conocen los pasos. Uno guarda el beso. El otro suelta la herida. Uno recuerda la risa. El otro apaga el grito.
Así vivimos: entre lo que no queremos soltar y lo que ya no podemos retener. Somos, al final, una mezcla de lo que fuimos, lo que decidimos recordar y lo que, con esfuerzo o con suerte, aprendimos a dejar ir.
Porque en esta danza frágil de los días, ser feliz no es recordar todo, ni olvidarlo todo. Es saber qué guardar, y qué soltar, sin que se nos rompa el alma en el intento.
Claro que no todo es poesía cuando se habla de la memoria.
Hay memorias que han sido manipuladas, moldeadas como barro por los discursos del poder, por los noticieros que eligen qué recordar y por los libros que callan lo que no conviene. Hay olvidos que no son consuelo, sino negligencia.
Porque hay cosas que no deberían olvidarse: las injusticias, las guerras, los abusos del poder “democrático”. A veces, el olvido se disfraza de perdón y se convierte en excusa para la impunidad.
Entonces uno se pregunta si olvidar es siempre tan noble como lo pintan.
Hay silencios que no son sanación, sino complicidad. Hay recuerdos que incomodan porque denuncian, porque siguen ardiendo. Y mientras algunos prefieren olvidar por comodidad, otros luchan cada día por no permitir que la historia se repita en un descuido colectivo.
Sin embargo, hay días en que uno se sienta con la memoria como con un viejo amigo al que hace mucho no ve.
Y llegan los aromas de la infancia, el sonido de una risa que ya no está, el tacto de una mano que supo protegernos del mundo. La memoria, en esos momentos, es una caricia que viaja en el tiempo.
Hay recuerdos que duelen, sí, pero también hay otros que nos sostienen. Que nos devuelven una versión de nosotros que creíamos perdida. Una canción que suena en la radio y, de pronto, todo vuelve: la calle empedrada, la bicicleta, la tarde de verano. La vida, por un instante, se detiene y uno vuelve a ser aquel que fue.
Tal vez por eso seguimos bailando entre lo que se queda y lo que se va. Porque, al final, somos un poco memoria, un poco olvido… y un poco ese temblor que deja la nostalgia cuando pasa.