Fábula: :La sombra de la culpa
Dicen los ancianos que la culpa nació el día en que el primer ser humano miró a otro a los ojos y supo que le había hecho daño. No fue el golpe lo que dolió, sino el reflejo en la mirada del otro. Desde entonces, la culpa se esconde en los rincones de la conciencia, se acurruca en los suspiros nocturnos y se sienta a la mesa sin ser invitada.
La culpa es como una espina en la carne, pequeña pero persistente. No mata, pero tampoco deja vivir. Se alimenta de recuerdos y se fortalece con el silencio. Hay quienes la cargan como una cruz y otros que la lanzan al aire, esperando que el viento se la lleve. Pero la culpa es terca y vuelve, disfrazada de susurro, de sombra, de remordimiento.
La fábula de la culpa o la historia de Julio y Verónica:
En un barrio de Buenos Aires vivían Julio y Verónica. De chicos compartieron meriendas en la vereda y aventuras en la plaza. Se juraron amistad eterna, de esas que solo la infancia cree invencibles. Pero la vida, con su afán de enredarlo todo, los llevó por caminos distintos.
Julio creció con la certeza de que algún día sería alguien importante. Verónica, en cambio, siempre tuvo los pies en la tierra. Mientras él soñaba con escapar del barrio, ella se aferraba a él como quien abraza su propia historia.
Un día, Julio se fue. No dejó carta ni promesa, solo un portazo y una estela de silencio. Pasaron los años y el barrio siguió con su ritmo de siempre. Verónica se casó, tuvo hijos, abrió una tiendita en la esquina. Y Julio, desde lejos, construyó su éxito con los ladrillos de la nostalgia.
El tiempo le enseñó muchas cosas, pero sobre todo le mostró la cara de la ingratitud. Se dio cuenta de que había dejado atrás a la única persona que lo conocía sin máscaras, la única que nunca le pidió nada. Y entonces la culpa llegó, primero como un eco, luego como un peso en el pecho.
Volvió al barrio con la esperanza de encontrarla en la misma esquina, con la misma sonrisa. Pero Verónica ya no estaba. Se había mudado, como quien se muda de una historia que ya no le pertenece. Solo quedaba su tienda, ahora en otras manos, y un par de fotos descoloridas en la vidriera.
Julio sintió el filo de la culpa hincándose en su alma. Se maldijo, se reprochó, se dijo que llegó tarde. Pero luego, en un impulso extraño, decidió soltarla. Entendió que la culpa es un ancla y que la vida, para seguir, necesita mar abierto.
Volvió a partir. Esta vez sin la sombra que lo acompañaba. Y en otro barrio, en otro país, halló lo que nunca esperó encontrar: un amor sin deudas, un hogar sin fantasmas, una familia sin culpas. Aprendió que la vida siempre ofrece nuevos comienzos y que la felicidad no se construye con remordimientos, sino con la valentía de soltar.
Desde entonces, cuando alguien en el barrio pregunta por él, los viejos dicen que Julio volvió, pero sin la sombra que lo acompañaba. Que aprendió que el mundo no es justo, que todos cometemos errores, y que la culpa, si se la deja, se convierte en un hábito más cruel que el propio olvido.
Moraleja:
La culpa solo tiene poder mientras nos aferramos a ella. Todos cometemos errores, y cargar con la culpa eternamente nos impide avanzar. Aprender a soltarla, aceptar nuestras fallas y perdonarnos a nosotros mismos es la única forma de seguir adelante sin que el pasado nos pese como una cadena.