Siempre hay algo que se puede hacer
Aunque sea un gesto mínimo, un susurro en el vendaval. Porque hasta el silencio, cuando se rompe, es un acto de resistencia. Porque hasta la más pequeña grieta deja entrar la luz.
Hay que hablar de lo que duele para que duela menos.
No porque el dolor desaparezca con las palabras, sino porque se reparte, se diluye en el aire compartido. El dolor callado se endurece, se hace piedra en el pecho. Pero dicho en voz alta, se convierte en puente, en abrazo, en espejo donde otros se reconocen.
Lo que no se dice se acumula.
Se amontona en los rincones del alma, como polvo que nadie barre. Lo que se acumula pesa. Nos encorva la espalda, nos cansa los pasos, nos hace caminar con la mirada baja. Y lo que pesa se arrastra todos los días. Se convierte en sombra, en costumbre, en ese suspiro que no sabemos de dónde viene pero que siempre nos acompaña.
Por eso, hay que hablar.
Hay que abrir las ventanas del alma y sacudir el polvo de los silencios viejos. Porque las palabras son semillas y los silencios son tierra fértil. Y cuando la verdad brota, aunque duela, también libera.
Pero hablar no es solo decir, es también escuchar.
Escuchar el rumor de las heridas ajenas, el grito de los que nunca han sido oídos, la historia que el miedo encierra. Porque quien escucha también siembra. Y quien siembra palabras abre caminos.
Porque siempre hay algo que se puede hacer, aunque sea decir lo que duele, aunque sea dejar de arrastrar lo que pesa. Porque el mundo cambia con pequeños gestos, con voces que se atreven, con corazones que no se resignan.
Incluso cuando el dolor parece invencible, cuando la noche es más oscura, alguien en algún lugar enciende una luz. Y esa luz, aunque sea una chispa, aunque sea un murmullo, tiene la fuerza de mil soles.