Dar sin medida
Pensar siempre en los demás, como si uno no importara, como si la entrega no dejara huella. Como si el amor se midiera en vacíos, y la ausencia fuera un signo de bondad.
Disponerse sin tregua, sin preguntas, sin pausas, sin ese titubeo necesario que nos hace recordar que también somos, que también contamos, que también, en algún punto, necesitamos que nos miren.
Porque darlo todo parece noble, parece justo, parece digno. Pareciera que el amor es más amor cuando se da sin límites, sin medida, sin espera.
Que tú o yo nunca necesitamos nada, que nuestras manos abiertas no se cansan, no se cierran, no tiemblan de cansancio. Que lo tuyo, lo mío, no es otra cosa que un gesto interminable, una entrega infinita que apenas pide un susurro a cambio.
Y entonces, el otro lo cree, y se acostumbra a nuestra ausencia mientras estamos presentes. Se acostumbra a recibir, a no notar, a no ver, a no preguntar si alguna vez, por casualidad, también queremos ser recibidos.
Y así, de tanto dar sin medida, nos convertimos en sombra, en trasfondo, en murmullo. Nos volvemos transparentes a ojos de quienes, alguna vez, dijeron querernos.
Porque amar no es desaparecer, no es desdibujarse en la piel de otro, no es existir solo cuando hace falta. Amar también es ser visto, ser nombrado, ser parte. Amar también es entender que el equilibrio no es egoísmo, que decir «yo» también es necesario, que a veces es justo, a veces es vital.
Y que, si damos sin medida, corremos el riesgo de no quedar. De ser apenas un eco, un latido en la distancia, un rumor que se pierde antes de ser respuesta.