«Adolescencia» no es solo una serie. Es un espejo.

Éramos jóvenes. Fuimos débiles. Nos equivocamos. También fuimos fuertes, sabios y justos. Todos, alguna vez, hemos sido todo eso.

Los mayores miran atrás, los jóvenes miran adelante. Y en medio, el mundo gira.

El mundo, ese pueblo sin descanso, sin tregua, sin acuerdo. Se pelea por la historia, por la verdad, por el mañana que nadie ha escrito. Peleamos como si alguna vez alguien ganara. Pero nadie gana. Nadie se acuerda de escribir las reglas, solo de romperlas.

Me dirán: «Omar, tú hablas porque ya has vivido lo suficiente para entender». Y yo respondo: de nada sirve la edad si no se gana perspectiva. Madurar es aprender a ver con otros ojos, no solo con los propios.

Por eso, si tienen tiempo, vean esa serie, «Adolescencia».

No porque tenga todas las respuestas, sino porque hace las preguntas que nadie se atreve a hacer. Fue hecha para quienes todavía creen en la duda, en la rabia, en el amor. Habla de lo que somos, de lo que podríamos ser si alguien se sentara a pensar en serio, sobre los adolescentes, nuestros hijos.

«Adolescencia» no es solo una serie. Es un espejo.

Es un grito en la oscuridad, una linterna en la incertidumbre. No trata de dar moralejas ni de imponer caminos, sino de mostrar lo que ya está ahí, lo que muchos prefieren ignorar. Es la historia de quienes sienten el mundo demasiado grande, de quienes se pierden en su propio reflejo, de quienes buscan sentido en una vida que aún no comprenden del todo. La serie no romantiza ni condena; simplemente observa, como un testigo silencioso de esa guerra invisible entre el ayer y el mañana.

Pero nadie lo hace. Nadie dibuja el mundo de dentro de veinte años.

Nadie diseña un mañana donde entren los jóvenes, los viejos, los frágiles, los que se equivocan. Nadie los incluye porque es más fácil olvidar. Es más fácil ignorar que fuimos ellos, que seremos ellos.

Tal vez haga falta algo sencillo. Cuatro ideas.

Cuatro líneas. Escribirlas, firmarlas, cumplirlas. Decir: seremos benevolentes con los jóvenes, compasivos con los ancianos, comprensivos con los que luchan, tolerantes con los que caen. Y que esas palabras no se las lleve el viento, que queden grabadas en la piel del mundo. Que sean el pacto que nos rescate de la pelea eterna.

Que sean la historia que valga la pena contar.