Los espejismos del éxito
Nos enseñaron a felicitar por las cosas que se pueden contar.
Se aplaude al que sube, al que gana, al que brilla. Se celebra el poder, el prestigio, la acumulación. Si cambia de coche, bien. Si cambia de casa, mejor.
Si cambia de alma, a nadie le importa.
Y, sin embargo, nadie felicita al que espera, al que escucha, al que da sin pedir. Nadie dice: “Qué bien, qué generoso eres.” O: “Qué paciencia la tuya.” O: “Qué linda persona.”
Pero son ellos, los invisibles, los que sostienen al mundo. Los que siembran palabras justas en tiempos de gritos. Los que comparten el pan y la sonrisa. Los que son luz sin reflectores.
Nos gusta la gente así, la que no necesita alardes. La que nos hace sentir en casa, aunque no haya techo. La que nos recuerda quiénes queremos ser.
Durante mucho tiempo creí que la vida estaba a punto de empezar. Siempre había algo pendiente. Algún trámite. Alguna deuda. Algún después. Y entonces, recién entonces, la vida comenzaría.
Pero un día lo entendí.
Los obstáculos no son la espera. Son la vida misma. La felicidad no está al final del camino. La felicidad es el camino.
Pero nos cuesta verlo. Queremos amarrar el agua. Detener el viento. Hacer eterno lo que nació para irse. Nos aferramos a lo que brilla y olvidamos lo que alumbra.
Y así vivimos: perdiendo lo que nunca fue nuestro.