Había una vez un hombre que nunca decidió

Cada mañana, al despertar, miraba al cielo en busca de señales. Si el sol brillaba, dudaba si salir o quedarse en casa. Si llovía, dudaba si llevar paraguas o mojarse entero.

Así pasaban sus días, atrapado en un mar de “quizás”, ahogado en un océano de “y si…”.

Una mujer lo vio y le dijo: “Decidir es vivir.”

Pero él tenía miedo. Miedo de errar el camino, miedo de perder lo que nunca tuvo, miedo de abrir puertas y que no haya nada del otro lado.

Y así se le fue la vida. Porque no decidir también es una decisión.

Un joven en la otra punta del mundo tiró una moneda al aire. Cara: se iría de su pueblo en busca de aventuras. Cruz: se quedaría. Cayó de canto. El joven rió y decidió que igual se iría.

Una mujer renunció a su trabajo seguro para hacer lo que amaba. Un anciano decidió pedir perdón después de cincuenta años. Un viajero eligió tomar un tren sin saber el destino.

Y el mundo siguió girando.

Los que deciden a veces se equivocan. Los que no deciden, muchas veces se quedan en el mismo lugar. Otras no.

El hombre que nunca decidió, una tarde, frente al espejo, descubrió que la vida se le había ido entre los dedos. Intentó recordar un momento en que se hubiera sentido realmente vivo. No encontró ninguno.

Esa noche, cerró los ojos y soñó que saltaba al vacío. Al despertar, tomó aire y, por primera vez, eligió.

Y, aunque no lo supiera, en ese instante, había nacido de nuevo.