Carta para Hilda

Desde este lado del Atlántico, donde las monedas europeas pesan menos en los bolsillos, te escribo, Hilda. Intento explicarte, setenta años de historia argentina. Tal vez es solo una catarsis, porque vos estas allá y sabes mucho más que yo de esto. Y cuando me preguntan españoles o italianos cómo resumir semejante derrotero, suelo responder con una imagen tan insólita como precisa: un tango cantado por un loro en una montaña rusa, con el inconfundible olor a asado quemado de fondo.

La década del ’50 comenzó con Perón, una figura que prometía prosperidad y legados imperecederos, pero que en definitiva dejó más fotografías que certezas. Evita, convertida en mito, hubiera sido en estos tiempos una presencia ineludible en redes sociales, mostrando sus obras con la misma intensidad con la que en su momento movilizó multitudes. Sin embargo, en 1955 la historia giró abruptamente cuando los militares, hartos del populismo, resolvieron que Argentina necesitaba un cambio de rumbo. El resultado no fue precisamente ordenado: la nación quedó atrapada en un espiral de conflictos que la alejaron cada vez más de la estabilidad.

Los años ’60 y ’70 fueron testigos de un ciclo de violencia política y dictaduras que se sucedieron con una cadencia tan alarmante como previsible. Mientras el mundo occidental disfrutaba de sus propios esplendores, Argentina vivía bajo la sombra de la represión y la incertidumbre. En 1978, el Mundial de fútbol disfrazó momentáneamente la tragedia que se consumaba en los oscuros pasillos del poder. La economía, entretanto, se debatía entre la inflación y el terror, en un país donde hasta el acto de comprar pan podía estar marcado por la paranoia de una persecución.

Los ’80 trajeron la democracia con Raúl Alfonsín, un héroe civil que, a pesar de su firme compromiso con los derechos humanos, no logró contener una economía desbocada. La hiperinflación se instaló como protagonista de la década y transformó al Austral en una moneda de vida efímera y dramático destino.

Los ’90 irrumpieron con Carlos Menem y su audaz apuesta por la convertibilidad: un dólar, un peso. Aquello que fue presentado como una panacea resultó una ilusión costosa. Privatizaciones sin control, un crecimiento basado en deuda y una burbuja económica que, como toda burbuja, explotó dejando un saldo devastador.

El 2001 marcó el colapso definitivo. El «corralito» financiero se convirtió en un símbolo de la desconfianza institucional y desató una crisis de proporciones históricas. Hubo cinco presidentes en una semana y una sociedad que, entre cacerolazos, exigía un cambio que no terminaba de materializarse.

Con la llegada de Néstor Kirchner y luego de Cristina Fernández, Argentina abrazó nuevamente el intervencionismo estatal. Nacionalizaciones, subsidios masivos y un relato que se transformó en doctrina marcaron la agenda política. Mientras tanto, la economía seguía mostrando signos de debilidad, con una inflación que, aunque negada oficialmente, se convertía en un problema cotidiano.

El gobierno de Mauricio Macri buscó ofrecer una alternativa, pero su administración terminó atrapada en la misma trampa de siempre: el endeudamiento externo, la inflación incontrolable y una incapacidad estructural para generar reformas profundas.

El período de Alberto Fernández estuvo marcado por la pandemia, el confinamiento y una economía que pareció nunca encontrar el rumbo. Cuando la inflación alcanzó cifras escalofriantes y el dólar se disparó por encima de los mil pesos, quedó claro que Argentina, una vez más, enfrentaba una crisis que exigiría algo más que promesas políticas.

Y así llegamos a Javier Milei, el outsider de la política que propuso una refundación del Estado con una agresividad inédita. Con su motosierra en alto, prometió reducir el aparato estatal, avanzar hacia la dolarización y romper con las viejas estructuras. En el 2025, la incertidumbre sigue siendo la norma, mientras Argentina intenta definir si su experimento libertario es una solución o simplemente otra vuelta en la montaña rusa de su historia.

Hilda, lo cierto es que Argentina siempre se ha movido entre la tragedia y la esperanza. Perder diez partidos y ganar el último ha sido, en definitiva, nuestra especialidad. Quizá por eso seguimos adelante, confiando en que, tarde o temprano, el destino nos dará una nueva oportunidad.

¿Te acordás de la época en que fuimos el granero del mundo? Cuando trajimos importados a los mejores profesores para nuestras universidades. Cuando mirábamos con desdén a otros países de Latinoamérica, a los que hoy les va mucho mejor. Te pregunto: ¿Qué nos pasó? Ayúdame, porque yo no alcanzo a saberlo y ya estoy viviendo -sin dramatizar- el tiempo de descuento.

¡Un abrazo!