Un cuento para el sábado: “El legado de Andrés”
Andrés Campos, tenía nueve años cuando la muerte lo dejó huérfano. Un parpadeo, un estruendo de metal y cristal, y la orfandad se le pegó al alma como un invierno sin tregua.
El orfanato era un mundo de muros fríos y silencios largos.
Aprendió a escuchar el crujido de las tablas como si fueran voces, a leer las grietas en el techo como si fueran mapas de un destino que nunca terminaba de revelarse. «El dolor enseña», se repetía en la oscuridad, abrazado a los ecos de su madre, que ahora solo vivía en la memoria. «Nos hace mejores, nos vuelve hacia adentro, nos recuerda que la vida no es un juego, sino un deber». Y así se dormía, aferrado a esas palabras, como quien se agarra al borde de un abismo.
Los días se deslizaban lentos, clavando sus horas en su espalda.
Aprendió a querer pequeñas cosas: un libro polvoriento, la caricia tibia del sol en el patio, la risa rota de un compañero que también conocía la soledad. «Saber perder el tiempo es ganar calidad de vida», le susurró un cuidador de manos gastadas, y Andrés lo creyó. Porque en esos instantes robados, en esos respiros de ternura, Andrés imaginaba un futuro con ventanas grandes y puertas abiertas.
Y un día, la suerte, esquiva y caprichosa, le guiñó un ojo. Una familia lo eligió.
Al principio, Andrés desconfiaba. El amor sin condiciones le parecía un cuento de hadas con final dudoso. Pero el tiempo, paciente y sabio, le mostró otra verdad: la admiración y el afecto no eran signos de debilidad, sino de fortaleza. «Si somos capaces de admirar», le dijo su nuevo padre, «es porque hemos dejado de mirarnos solo a nosotros mismos». Y Andrés aprendió a querer sin miedo. Entonces estudió mucho y fue el mejor.
La arquitectura se convirtió en su refugio, en su forma de hablarle al mundo.
Diseñaba edificios como quien traza caminos para otros. Pero nunca olvidó de dónde venía. Había niños que seguían extraviados en la niebla de la incertidumbre, esperando un gesto, una mano, una puerta abierta.
Por eso, Andrés decidió que la mitad de su trabajo sería para ellos. Construyó una fundación, un hogar donde los olvidados encontraran refugio, pan y esperanza. «La admiración es necesaria», pensaba, «para hacer descansar los sentimientos». Cada casa que levantaba era una victoria contra el abandono.
«Vive como si ya hubieras muerto y esta fuera tu segunda oportunidad», se repetía cada mañana. Porque sabía que el campo que reposa da la mejor cosecha, y su corazón, tras tanto invierno, había aprendido a florecer.
“Este es un cuento. Cualquier parecido con la realidad es real, menos el nombre del protagonista.”