El precio de la paz

Dicen que todo tiene un precio. La casa que habitas, el pan que comes, la camisa que vistes. Pero hay cosas que, aunque no se vendan en ningún mercado, se cotizan en el alma. La paz, por ejemplo.

A veces la cambiamos sin darnos cuenta.

La hipotecamos en trabajos que nos consumen, la empeñamos en relaciones que nos desangran, la regalamos a cambio de la aprobación de otros. Pagamos con nuestra serenidad el derecho a pertenecer, a ser queridos, a no estar solos. Y así, poco a poco, nos endeudamos con el ruido del mundo, hasta que una mañana nos miramos en el espejo y no reconocemos al que nos devuelve la mirada.

Nos enseñaron a valorar lo tangible, a medirlo todo en monedas, en bienes, en éxitos.

Pero ¿quién nos advirtió sobre el costo invisible de vivir en guerra con uno mismo? ¿Quién nos dijo que la ansiedad no se compra, pero se adquiere? Que la prisa, la culpa y el miedo son impuestos que nadie nos cobra y que, sin embargo, pagamos con creces.

La paz es un tesoro frágil.

No grita, no reclama, no se impone. Se va en silencio, como un huésped que no quiere molestar. Se desliza entre las grietas de la rutina, se pierde entre los compromisos que nos asfixian, entre los noticieros que nos ensordecen con su letanía de tragedias, entre los deberes que no nos dejan respirar.

Pero hay quienes despiertan a tiempo.

Quienes un día deciden que el precio de la paz es innegociable. Que ningún sueldo, ninguna compañía, ninguna promesa vale la pena si el costo es vivir con el alma en llamas. Y entonces sueltan. Abandonan los moldes que no les calzan, renuncian a las batallas que no les pertenecen, se sacuden el polvo de las expectativas ajenas.

Recuperar la paz es un acto de valentía.

Es decir «no» cuando el mundo espera un «sí». Es elegir la quietud sobre la competencia, el susurro sobre el estruendo, la verdad sobre la apariencia. Es entender que la vida no es una subasta y que, a veces, la mayor ganancia es aquello que estamos dispuestos a perder.

Porque cualquier cosa que cueste la paz es demasiado cara. Y hay deudas que nunca deberíamos aceptar.