El amor después del amor
Bajo el sopor de las tres de la tarde, cuando el sol desangraba su luz sobre los tejados del pueblo, Héctor y la señora Amalia se sentaban en el corredor a contemplar el vuelo lánguido de las mariposas amarillas.
Llevaban cuarenta años compartiendo el silencio de las tardes, los resabios del café y el peso de las ausencias que el tiempo había dejado caer sobre sus hombros como un manto de polvo.
Ya no se hablaban de amor con las palabras urgentes de la juventud, sino con la elocuencia de las manos que se rozaban al pasar la sal, o en la costumbre de guardar, bajo la almohada, las cartas que nunca enviaron y cuyas frases se habían diluido en la humedad de los cajones.
El amor, en aquella edad de huesos cansados, era una criatura de hábitos íntimos: El gesto de él de calentar su taza antes de servirle el chocolate, el modo en que ella le peinaba las escasas hebras plateadas al amanecer, como si aún temiera que el viento de la muerte pudiera desordenarlas.
Habían aprendido a quererse en los intersticios de la rutina, en la complicidad de las cicatrices que narraban caídas compartidas, en la risa que brotaba al recordar los mismos errores, ahora convertidos en fábulas.
Una noche, mientras la lluvia acariciaba el zinc del techo, ella le confesó que lo había imaginado muerto mil veces, y él, sin sorpresa, le reveló que en cada sueño la veía partir primero, para no cargarla con el duelo.
Entonces comprendieron que el amor maduro era un pacto con lo inevitable: Un jardín donde las flores crecían entre las grietas, alimentadas por la certeza de que ni siquiera el olvido, ese ladrón sigiloso, podría borrar la huella de sus pasos entrelazados.
Y allí, bajo la luna que los observaba como a dos niños, siguieron viviendo, sabiéndose eternos en el frágil instante que les quedaba.