En WhatsApp, los corazones no son solo corazones
El amarillo es amistad, el naranja un cariño creciente, el rojo amor en su forma más pura. El blanco busca paz, el negro refleja tristeza, y el marrón… bueno, el marrón es un misterio.
Con esos símbolos como protagonistas, escribí esta historia.
No se vieron en un café, ni en una librería de estantes polvorientos, ni siquiera en una fiesta donde los ojos se cruzan antes que las palabras. Se encontraron en WhatsApp, donde las certezas son pocas y los silencios, muchos.
El primer mensaje fue un corazón amarillo.
Precavido, tibio, de esos que no comprometen. «Es amistad», se dijeron, y la palabra amistad les quedó grande y pequeña al mismo tiempo. Entonces siguieron escribiéndose, como quien tantea un terreno incierto con la punta de los dedos.
Una noche apareció un corazón naranja.
No venía con explicación, pero tampoco la necesitaba. «Tal vez somos amigos que se quieren un poco más», pensó ella. «Tal vez esto es algo que todavía no sé nombrar», pensó él. Y el juego siguió, como esas conversaciones donde todo se dice sin decirse del todo.
Hasta que, sin aviso, sin preámbulo, él envió un corazón rojo.
Y ella lo miró largo rato, como si dentro de ese emoji pudiera leerse el futuro. Su propio corazón, el de verdad, también latió un poco más fuerte. «Esto ya no es juego», se dijo. Y respondió con otro rojo. Porque si algo tenía claro en ese instante, era que los símbolos a veces son más precisos que las palabras.
Vinieron entonces los días de los corazones sin miedo.
Rojos, latiendo en la pantalla. Corazones flechados, corazones con destellos, corazones que parecían decirlo todo. Pero, como en todas las historias, hubo un momento en que los mensajes se acortaron. Hubo un primer silencio, una primera duda, una primera herida. Y, con ella, el primer corazón roto. Flotó en la pantalla como un náufrago sin puerto. Él lo miró. Ella también.
Hubo explicaciones, torpes pero honestas.
Mensajes largos en la madrugada, intentos de retomar el hilo. Aparecieron corazones blancos, buscando paz, y negros, que eran puro desvelo. Y entonces, cuando todo parecía un rompecabezas incompleto, llegó un corazón marrón. Nadie supo bien qué significaba. ¿Era un error? ¿Un desliz de los dedos? ¿Un adiós sin palabras?
Pero la historia aún no estaba lista para terminar.
Quizás porque las mejores historias no se rinden tan fácil. Una tarde, cuando el sol pintaba de naranja los techos, él volvió a escribir. Sin corazones, sin símbolos. Solo palabras, esas que al final siempre hacen falta. Y ella respondió.
Y entonces supieron que, más allá de los emojis, más allá de la incertidumbre de las pantallas, todavía tenían algo por escribir juntos.