Las palabras son criaturas con vida propia
Nacen en la boca, se lanzan al aire, reptan por los oídos y se alojan en el alma. A veces acarician, otras veces muerden. Y cuando muerden, dejan cicatrices invisibles pero profundas.
Las palabrotas, esas que se escupen con rabia o con costumbre, no solo manchan la lengua que las pronuncia, sino que también ensucian el espíritu de quien las usa y de quien las escucha.
Porque las palabras, como los actos, son semillas: si siembras espinas, no esperes cosechar flores.
Hablar como un patán es construir un mundo de patanes.
Quien repite la grosería como un mantra, termina pensando en bruto y obrando con brutalidad.
Como si el lenguaje fuera un eco de la conciencia, una extensión del pensamiento que moldea los actos. Y es que la palabra, el pensamiento y la acción son una trinidad inseparable.
Si el lenguaje se ensucia, la mente se ensucia; si la mente se ensucia, la vida se ensucia.
Algunos dicen que son solo palabras, que no hay que darles tanta importancia.
Pero ¿cómo pensar limpiamente si el pensamiento se viste de harapos? ¿Cómo ejecutar con honradez si las palabras que nos construyen están teñidas de desprecio?
Las palabras pueden ser puentes o murallas. Y cuando se usan para agredir, para humillar, para rebajar, se convierten en cadenas que atan a quien las dice y a quien las recibe.
Los niños escuchan, los niños aprenden.
No solo lo que se les dice, sino cómo se les dice. Y si crecen en un mar de insultos, aprenderán a nadar en aguas sucias.
Ser padre no es ser amigo.
Un amigo consiente, un padre guía.
Un amigo ríe con la palabrota, un padre enseña la dignidad de la palabra limpia.
Un amigo comparte secretos, un padre revela verdades.
La diferencia es sutil pero esencial: la amistad es horizontal, la paternidad es una brújula que señala el camino.
Educar la palabra es educar el espíritu.
Hablar con respeto no es un acto de puritanismo, es un acto de resistencia.
Es negarse a participar en el empobrecimiento del lenguaje, en la degradación del pensamiento, en la violencia cotidiana que se disfraza de broma o de costumbre.
Es recordar que la lengua es un reflejo del alma y que ensuciarla es, en última instancia, ensuciarse a uno mismo.
Las palabras crean mundos. Elige bien las tuyas.