Los amos y los esclavos del dinero
El dinero es un dios sin rostro, un dios de bolsillo, un dios de plástico:
Anda por ahí disfrazado de papel y de cifras en una pantalla, gobernando a sus súbditos invisibles. Nos prometieron que era solo un medio, pero se convirtió en el fin. Nos dijeron que nos daría libertad, pero nos encadenó.
Están los que nacieron con el dinero bajo el brazo:
No lo ven, porque nunca les faltó. No piensan en él, porque nunca lo necesitaron. Para ellos, el dinero es un aire fresco que nunca escasea, un viento que sopla siempre a favor. Son los amos del dinero, aunque nunca lo miren de frente.
Luego están los que persiguen el dinero como un perro hambriento tras un hueso:
Lo buscan, lo anhelan, lo veneran. Trabajan, corren, mienten, madrugan. Sueñan con el billete, se despiertan con el débito, duermen con la deuda. Son los esclavos del dinero, aunque crean que lo dominan.
Y están los que lo temen:
Lo miran de lejos, lo desprecian, lo llaman sucio. Dicen que corrompe, que envenena, que pervierte. Lo rechazan, pero lo necesitan. Porque sin él, el techo gotea, la mesa está vacía, el sueño es liviano y el miedo pesado. Son los exiliados del dinero, los desterrados de la abundancia.
El avaro lo amontona como si fuera su propia sangre, incapaz de soltar una sola gota:
Su tesoro es su miedo, y cada moneda guardada es un latido menos de su corazón. Vive en la escasez, aunque tenga de sobra.
El que busca aprovecharse de los otros, ve el dinero como una presa:
Lo caza en la ingenuidad ajena, en la necesidad del desesperado, en la confianza del inocente. Su moral es flexible y su conciencia ligera, porque en su mundo todo se compra y se vende, incluso el alma.
El generoso con el dinero del otro se vuelve magnánimo con la bolsa ajena:
Invita, regala, derrocha, pero siempre con la seguridad de que la cuenta no es suya. Su generosidad es un espejismo que desaparece cuando el gasto depende de él.
Y está el que no le da importancia porque desde niño lo tuvo todo:
No sabe lo que es ganarlo, no conoce el miedo de perderlo. Su relación con el dinero es la del pez con el agua: natural, invisible, imprescindible. No lo ama ni lo odia, simplemente nada en él.
Los que buscan el latido:
Ellos buscan. No por ambición, sino por latido. Se pierden en lo que aman y, sin darse cuenta, lo encuentran todo. No persiguen el dinero, pero el dinero los persigue. Sonríen sin precio, trabajan sin cárcel, viven sin miedo. Son generosos en todas sus manifestaciones. Un ejemplo para seguir.
La psicología dice que el dinero es un espejo:
Nos devuelve la imagen de nuestros miedos y nuestras carencias. El que lo derrocha, teme perderlo. El que lo acumula, teme no tenerlo. El que lo odia, teme necesitarlo. Y así vivimos, prisioneros de un papel que no tiene alma, pero que nos la compra y nos la vende.
Quizás, en el fondo, el dinero no es el problema:
El problema somos nosotros, que lo convertimos en la medida de todas las cosas.
Nos olvidamos de que hay riquezas que no se guardan en bancos, que hay fortunas que no cotizan en bolsa.
Pero el dios sin rostro sigue ahí, reinando en silencio, mientras los amos lo ignoran, los esclavos lo adoran y los exiliados lo maldicen.
Y aunque parezca masculino, el dinero no distingue sexos; es el mismo para todos, amargo para algunos, dulce para otros, pero siempre imparcial en su reinado.