El padre que enseñaba a mirar el sol
Desde que ella nació, él le enseñó el sol.
No los nombres de las cosas, ni la suma ni la resta, sino el sol. “Míralo bien”, le decía, “porque hay días en que se esconde y hay días en que calienta hasta los huesos”.
Le enseñó a leer con las sombras de los árboles, a escribir con la lluvia en los charcos. Le enseñó a esperar con paciencia infinita, como esperan los ríos cuando se secan y como esperan los pájaros cuando el invierno los echa del cielo.
Cocinaba para ella con manos de piedra gastada.
La arropaba con su propia voz, le contaba historias que habían nacido antes del tiempo. A veces, cuando la vida le pesaba demasiado en los hombros, la miraba dormir y se decía que eso bastaba, que nada más importaba.
Los años pasaron como pasan las hojas en otoño.
Sin hacer ruido, pero sin pedir permiso. La niña se hizo mujer y partió a vivir su vida. Él siguió esperándola en la casa donde el sol entraba por las mismas rendijas de siempre.
Pero un día, el cuerpo le falló. No de muerte, pero casi.
Y entonces, su hija, con su vida ordenada y su tiempo contado, le buscó un sitio donde lo cuidarían mejor. Un sitio limpio, con ventanas grandes y horarios fijos.
“Es lo mejor, papá”, le dijo, y él le creyó. O quiso creerle.
Las visitas fueron primero diarias, luego semanales, luego cuando podía.
Y cuando podía era casi nunca. Pero el padre seguía buscando el sol por las ventanas, aunque ya no pudiese enseñárselo a nadie.
Un día, en una de esas visitas, ella lo encontró sentado junto a la ventana, mirando el atardecer. “Papá, ¡cuánto tiempo!”, dijo, y quiso tomarle la mano.
Él se la dejó tomar, pero no respondió. Solo siguió mirando el sol. Y fue entonces cuando ella lo comprendió.
Había aprendido muchas cosas en su vida, pero había olvidado lo primero que él le enseñó: A ver la vida, a no abandonarla nunca, a estar siempre que la necesitase, o sea a mirar el sol.
Y esa fue la última lección que él le dio. La más silenciosa. La más triste.