Las catástrofes necesarias

Cuando Camila lo vio por primera vez, supo que aquello era una catástrofe. No tenía sentido, no podía tenerlo.

Ella, con sus cuarenta y siete años bien cumplidos, con sus derrotas y sus pocas victorias, con su casa propia y su afición a los domingos de sofá y café. Y él, con veintinueve y esa manera de sonreír que parecía iluminar la calle entera.

No, aquello no tenía futuro.

Pero el problema con las catástrofes es que suceden, aunque uno cierre los ojos. Y Camila, pese a su resistencia inicial, terminó por abrirlos.

Se conocieron en la librería del barrio, donde ella hojeaba un libro de poemas de Idea Vilariño y él buscaba algo que regalarle a su madre.

La conversación fluyó sin tropiezos, sin el ridículo nerviosismo de las primeras veces. A las dos semanas, ya compartían almuerzos apresurados y tardes de charla en un café con olor a lluvia.

A los dos meses, él ya le decía “mi Camila” y ella, aunque protestaba, no lo corregía.

La gente hablaba, claro. Que si ella le estaba robando la juventud, que si él era un oportunista, que si aquello no podía durar. Pero a veces, solo a veces, la gente se equivoca.

Hubo dudas, desde luego.

Camila, más de una vez, intentó poner fin a la historia antes de que el final llegara por sí solo. Le habló de la diferencia de edad, de la vida hecha, de la piel que con los años cambia. Él la miró como si le hablara en un idioma desconocido y le preguntó si acaso no era capaz de quererlo sin peros.

Camila nunca supo bien qué responder, pero tampoco supo cómo decirle que no.

Así que siguieron. A pesar de los rumores, de los miedos, del futuro incierto. Con el tiempo, el mundo dejó de murmurar y ellos aprendieron que la felicidad no siempre necesita la aprobación ajena.

Diez años después, una tarde cualquiera, mientras él le alcanzaba sus anteojos de lectura y ella le reía sin motivo aparente, Camila comprendió que, a veces, las catástrofes son lo mejor que puede pasarnos.